El Descanso en el Señor

(16to Domingo Ordinario: Jeremías 23:1-6; Efesios 2:13-18; Marcos 6:30-34)

De nuevo es tiempo para detenernos y reflexionar las lecturas de hoy desde una perspectiva saletense.

Jeremías proclama la condenación de “los pastores que pierden y dispersan el rebaño de mi pastizal”. Pero, ¿acaso el rebaño no carga también con la responsabilidad? Las ovejas reales no tienen la culpa de ser ovejas, pero cuando se trata de seres humanos, la figura sólo puede abarcar hasta cierto punto. Nosotros tenemos una conciencia.

En su capítulo sobre La Dignidad de la Persona Humana, el Catecismo de la Iglesia Católica incluye una sección sobre la conciencia. Comienza con una cita del Vaticano II: “El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón [...]. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”.

Luego presenta la enseñanza de la Iglesia bajo cuatro encabezados. Uno es, La formación de la conciencia. La premisa subyacente es la fe, tal como hoy el Salmista la expresa en el Señor, su Pastor.

En tiempos de la Revolución Francesa, la filosofía de la separación entre la Iglesia y el Estado, bastante lógica en sí misma, desembocó en un serio anticlericalismo. Desde entonces, es posible celebrar en Francia un “bautismo civil” para un recién nacido, el cual es puesto “bajo la protección de las instituciones laicas de la República”.

Tal actitud se dio debido al descuido del pueblo por la Eucaristía, y por la práctica religiosa en general, de la cual María se quejó en la Salette. Su pueblo había perdido el rumbo.

Jeremías es el portavoz de la promesa de Dios: “Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas”. La Bella Señora les ofrece esperanza a aquellos que volverán a su Hijo.

Hoy hay muchos “pastores” compitiendo por la confianza del rebaño. La lista incluye a científicos, gobiernos, psicólogos, presentadores de noticias, etc. Algunos son abiertamente hostiles a la religión. ¿Cómo vamos a lidiar con todo esto?

El Evangelio de hoy ofrece una pista. Jesús les dice a los Apóstoles después de su periplo misionero, “Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco”. Aquello no sucedió, pero el principio es certero. Necesitamos alejarnos algunas veces de las distracciones, para descansar en el Señor que refresca nuestras almas, y para rezar bien.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Lo que Fuimos… Lo que Somos

(15to Domingo Ordinario: Amós 7:12-15; Efesios 1:3-14; Marcos 6:7-13)

La conexión saletense con la primera lectura de hoy es obvia. Amós dice, “Yo no soy profeta... sino pastor y cultivador de sicómoros; pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: Ve a profetizar a mi pueblo Israel”.

La Santísima Virgen habló con los dos niños quienes ciertamente no eran profetas. Los abordó mientras andaban arreando sus vacas, y les dijo, “Lo harán conocer a todo mi pueblo”.

Los Apóstoles, enviados como misioneros por el mismo Jesús en el Evangelio de hoy, podrían decir algo parecido: Yo era solamente un pescador, un cobrador de impuestos, un activista. El Señor me apartó de todo aquello, él cambió mi vida completamente. Más tarde, Pablo, que no era uno de los primeros doce, no dudó en decirles a los demás que él era un perseguidor de la Iglesia hasta que se encontró con Jesús.

Ponte en las sandalias de aquellos hombres. ¿Qué cosa fuiste? ¿Qué eres ahora? Todos, por supuesto, hemos tenido la experiencia de acontecimientos que nos cambiaron la vida. Algunos, como la fe, son fundamentales.

Aun para aquellos que han sido católicos practicantes toda su vida, llega un momento en el que la oración, los sacramentos, la Escritura, etc., toman de repente un nuevo e importante significado personal, adquirieron el valor que nunca antes tuvieron. Eso se llama conversión.

Puede darse gradualmente, pero en La Salette, tiende a ser más repentinamente. Muchos turistas de paso y desprevenidos, regresan luego como peregrinos. Es el confesionario donde la mayoría de los milagros de La Salette tienen lugar.

En la segunda lectura, Pablo nos lo recuerda dos veces, que somos elegidos por Dios. Sin embargo, en ambos casos, el añade. “en él” queriendo decir, en Cristo. Como saletenses podemos sentirnos tentados a pensar que hemos sido elegidos “en María”, pero eso sería incorrecto. El corazón mismo de la Aparición de La Bella Señora es Jesús, cuya imagen crucificada ella lleva cerca de su corazón.

Si creemos de verdad, y tenemos nuestra fe debidamente enraizada en Cristo, entonces podremos dar gloria a Dios cuando nos convoque y nos envíe a profetizar, a proclamar, a hacer conocer un mensaje. Puede que hayamos sido otra cosa, pero ahora al convertirnos y reconciliarnos con Dios por medio de su Hijo, podemos en confianza centrar nuestra atención en la misión, lo que sea, donde sea que nos toque llevarla a cabo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Gracia Suficiente

(14to Domingo Ordinario: Ezequiel 2:2-5; 2 Corintios 12:7-10; Marcos 6:1-6)

La mayoría de nosotros estamos dispuestos a hacer sacrificios por una causa, o por los demás, quizá hasta por nuestra fe. Pero, ¿podemos honestamente decir con San Pablo: “me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo”? ¡Lo cual no es poca cosa!

Con todo, eso es lo que Pablo afirma en la segunda lectura de hoy. Sin embargo, hay que notar que originalmente él no estaba del nada contento al sentirse atormentado por lo que él llama “una espina clavada en mi carne”, y cuando su oración insistente por liberación no fue atendida. Finalmente, el Señor respondió, “Te basta mi gracia”. Aquello fue una revelación para Pablo, y por él, para nosotros.

En la primera lectura se le promete a Ezequiel gracia suficiente. El la describe en la primera lectura como un espíritu entrando en él y haciendo que se ponga de pie, preparándolo para enfrentar al pueblo rebelde de Dios. “Sea que escuchen o se nieguen a hacerlo, sabrán que hay un profeta en medio de ellos”.

¿Has estado alguna vez en esa situación? Hacer que otros se sientan responsables es una tarea ingrata, y aquellos que se sienten llamados a hacerlo pueden ser tachados como la “espina clavada en la carne” y tratados con hostilidad.

Para nosotros que amamos tanto a Nuestra Señora de La Salette, es imposible pensar que alguien pudiera ser hostil a la Aparición. Pero debemos ser conscientes de que algunas cosas en el mensaje y en la historia de La Salette son perturbadoras, tanto para la gente común como para los teólogos.

Maximino y Melania tuvieron que lidiar con aquella oposición; pero recibieron la gracia suficiente para cumplir con su misión en su tiempo y lugar. Aunque recibieron educación, fundamentalmente permanecieron las personas sencillas que siempre habían sido. Como Jesús en el Evangelio, se les criticó por ser quienes eran.

Pero podemos jactarnos de sus debilidades. Veamos lo que se logró por medio de ellos. No puede haber duda de que la Bella Señora los acompañó. ¿Podemos nosotros dudar de que ella nos acompañe?

La conversión es una parte difícil pero esencial del mensaje que cada uno de nosotros se esfuerza en hacer conocer. Que, por aquella gracia suficiente de Dios, el pueblo llegue a saber, en nuestro tiempo y lugar, que un profeta estuvo en medio de nosotros.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

En la Muchedumbre

(13er Domingo Ordinario: Sabiduría 1:13-15 & 2:23-24; 2 Cor 8:7-15; Marcos 5:21-43)

Imagínate estando en medio de la muchedumbre que seguía a Jesús en el Evangelio de hoy. ¿Aprietas y empujas para estar lo más cerca posible al personaje famoso? ¿O dices, “¡me largo de aquí!” y te apartas a un lugar cómodo desde donde puedas mirar tranquilamente?

Todo depende de cómo te sientes en medio de grupos grandes, siendo empujado, con gente que te apretuja por todos lados, como en la escena que Marcos describe. Pero, ¡espera un poco! Como seguidores de Jesús, ¿no deberíamos estar abiertos a la posibilidad de que alguien entre la multitud pudiera necesitar algo de nosotros?

Evitarse molestias no es una característica de los discípulos de Jesús. Al contrario, estamos llamados a estar atentos a las necesidades de los que nos rodean y a responder según nuestras capacidades. A veces podemos sentirnos inclinados a emitir juicios sobre los que pasan necesidad; en un intento de justificar nuestro comportamiento no cristiano.

Por supuesto, encontramos el mejor ejemplo en Jesús. Pero la mismísima Bella Señora de La Salette nos dice que nunca podremos recompensarle como se merece por los esfuerzos que ella hace por nosotros. Pues, ella viene, con la esperanza de resguardar a su pueblo. Su mensaje puede resumirse con las palabras de Jesús a Jairo: “No temas, basta que creas”.

Si hacemos nuestras esas palabras, bien podemos escuchar la voz de Jesús diciéndonos lo mismo que le dijo a la mujer que lo tocó, “tu fe te ha salvado” y, como a la hija de Jairo, “¡yo te lo ordeno, levántate!”

Quizá esta es la experiencia que hace del Sacramento de la Reconciliación algo tan importante en los Santuarios de La Salette. Cuando nos aproximamos a Jesús en la persona del sacerdote, como la mujer en el Evangelio que “le confesó toda la verdad” creemos en aquel poder que sale de él, que nos sana y nos ayuda a caminar en paz.

Esta experiencia también puede moldearnos, para que podamos estar preparados y deseosos de ser tocados por aquellos que necesitan de reconciliación, sanación, conversión y sosiego. De este modo participamos de “la generosidad de nuestro Señor Jesucristo”, de la cual San Pablo escribe en la segunda lectura.

¡Qué manera tan maravillosa de imitar a Cristo y a nuestra Madre Santísima! Vayamos al mundo presente, con la respuesta del Salmo de hoy en nuestros corazones, “Yo te glorifico, Señor, porque Tú me libraste”. ¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Las Tempestades y la Fe

(12do Domingo Ordinario: Job 38:1, 8-11; 2 Corintios 5:14-17; Marcos 4:35-41)

Si solamente nos fijamos en las palabras que Dios le dirige a Job en la primera lectura, podemos perdernos de algo importante: “El Señor respondió a Job desde la tempestad”. Dios no es solamente el amo de la tempestad; él habita en ella.

Job tuvo que lidiar con el sufrimiento físico, el desbarajuste de su vida, y el consuelo engañoso que sus amigos le ofrecían. Todo esto causó en su interior una tempestad. Lo que Job no sabía es que Dios estaba con él en su tormento, protegiéndolo aun en las pruebas por las que permitía que pasara.

En el Salmo, Dios levantó la tempestad y luego, en respuesta a la oración, “la cambió en una brisa suave”. El Evangelio muestra a Jesús durmiendo durante una tormenta, mientras el bote se llenaba de agua. Los gritos de los discípulos hacia él no eran oraciones sino reclamos. “¿No te importa que nos ahoguemos?” Jesús a su vez los reprocha: “¿Cómo no tienen fe?”

La Aparición de Nuestra Señora de la Salette levantó algunas preguntas. El pánico en vistas del hambre que se aproximaba estaba comenzando a tomar las proporciones de tempestad en los pueblos vecinos y más allá. ¿Dónde estaba la fe de ellos? La Bella Señora vino a mostrarles que no estaban abandonados, y que lo que para ellos era importante también lo era para Dios.

Nosotros también clamamos al Señor en tiempo de angustia (en nuestras tempestades), aunque sea con la misma fe imperfecta de los discípulos. Puede que el rescate no nos venga de la forma en que lo imaginamos y, como Job, tengamos que sortear la tempestad.

Veamos qué nos pasa en tiempos de conflicto y discordia o pérdida. Es entonces cuando aprendemos a valorar a las personas que nos ofrecen consuelo, apoyo y ayuda. Así sabemos quiénes son nuestros verdaderos amigos.

Esto también vale en nuestra vida espiritual, si tenemos fe y creemos que Cristo está con nosotros, listo para comandar a los mares para que se calmen y a los vientos para que se detengan, quizá podamos preguntarnos cómo sería nuestra fe si nunca tuviéramos que atravesar las tempestades de la vida.

La segunda lectura parece tener poco en común con el resto, pero “al considerar que, si uno solo murió por todos”, como la verdad que toca cada aspecto y momento de nuestras vidas, ya sean tranquilos o tempestuosos, nos convencemos de que, “el que vive en Cristo es una nueva criatura”.

La Salette nos ayuda también a hacer propia esta verdad.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Humilde Coraje

(11° Domingo Ordinario: Ezequiel 17:22-24; 2 Corintios 5:6-10; Mark 4:26-34)

En la primera lectura, Dios declara, “Yo, el Señor, humillo al árbol elevado y exalto al árbol humillado”. ¿Puedes oír el eco de estas palabras en un pasaje mucho más conocido?

Estamos pensando en el Magnificat de María: “Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes”.

El concepto clave en ambos textos es la humildad, que es igualmente fundamental en el mensaje de Nuestra Señora de La Salette. La Bella Señora vio que su pueblo cayó en el abatimiento. Pero en lugar de humillarse, se rebeló. Estaba lejos de mostrar la actitud expresada en el Salmo de hoy: “Es bueno dar gracias al Señor, y cantar, Dios Altísimo, a tu Nombre; proclamar tu amor de madrugada, y tu fidelidad en las vigilias de la noche”.

Recordemos cómo comienza el Magnificat. “Mi alma canta la grandeza del Señor”. No es tan fácil como parece. Entre los que pensamos lo mismo, sí, podemos proclamar la grandeza y la bondad de Dios. Pero es otra cosa en el día a día de nuestro mundo. Requiere coraje.

Dos veces en nuestra segunda lectura San Pablo dice que “nos sentimos plenamente seguros”, porque “nosotros caminamos en la fe y todavía no vemos claramente”. En otras palabras, nosotros ponemos nuestras vidas en las manos de Dios, y confiamos en que él lleve a cabo su obra en nosotros y por medio de nosotros, tan misteriosamente como él hace germinar las semillas y crecer las plantas. Jesús usa esta imagen en el Evangelio de hoy para describir el Reino de Dios, al cual cada uno de nosotros pertenece.

Sin embargo, darnos cuenta de nuestro rol único y distintivo no es fácil, porque no siempre estamos atentos a los sutiles movimientos del Espíritu en nosotros. Aquí hay algunas preguntas que pueden ayudar a hacer el discernimiento. ¿Quién es tu santo favorito? ¿Cuáles son tu oración, cántico, pasaje de la escritura favoritos?

Más específicamente para nosotros, ¿Cuál es tu parte favorita del relato de La Salette? ¿Qué parte del mensaje te conmueve más profundamente?

Las repuestas a estas preguntas pueden ayudarnos a discernir la manera en que el Señor desea que le sirvamos. Aceptar esa invitación probablemente requerirá de coraje; y ciertamente hará falta humildad.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

“Mi Sangre, la Sangre de la Alianza”

(Corpus Christi: Éxodo 24:3-8; Hebreos 9:11-15; Marcos 14:12-16, 22-26)

Moisés en la lectura del Éxodo dice: “Esta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes”. Muy parecidas son las palabras de Jesús en el Evangelio, “Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos”.

La primera es la sangre de los animales sacrificados en nombre del pueblo elegido. La segunda es la sangre de Cristo, “mi sangre”, derramada por muchos, es decir, por todos los que entrarán en su alianza.

Una alianza se hace entre dos o más partes. Cada una tiene expectativas razonables acerca del otro, cada uno se compromete a ser fiel a los acuerdos realizados. Notemos que antes de que Moisés aspergiera a los hebreos con la sangre de la alianza, ellos declararon, “Estamos resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho”.

Después de la Nueva Alianza, lo mismo sucedió. En La Salette la Madre de Jesús se quejó: “En verano, sólo van algunas mujeres ancianas a Misa. Los demás trabajan el domingo, todo el verano. En invierno, cuando no saben qué hacer van a Misa sólo para reírse de la religión”.

Considerando la centralidad de la Eucaristía como “fuente y culmen” de la vida eclesial, esta es de verdad una crítica condenatoria. Por años en muchas comunidades cristianas, la participación en la iglesia ha estado en declive. Las encuestas afirman que un alarmante porcentaje de católicos no creen en la presencia real de Jesús en la Eucaristía. (Esto puede darse porque no saben explicarla).

Esto es lo que pasa cuando olvidamos que la Alianza en la sangre de Cristo es, primero y ante todo, una relación personal. El salmo de hoy lo coloca en estos términos: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor”.

¡Si tan sólo pudiéramos ser en todo momento conscientes de la bondad de Dios! Nos sentiríamos menos inclinados a darlo por hecho, o inclusive a no descuidar el don de la Eucaristía, el “signo eficaz” (es decir el sacramento) del derramamiento de la preciosas sangre de Cristo por nosotros.

En la misa nos hacemos eco de las palabras del Salmista: “Cumpliré mis votos al Señor, en presencia de todo su pueblo”. Esto también forma parte del hacer conocer el mensaje de María.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

¿Te has dado Cuenta?

(Santísima Trinidad: Deuteronomio 4:32-40; Romanos 8:14-17; Mateo 28:16-20)

¿Cuántas veces has pensado en la Santísima Trinidad la semana pasada? Supongamos que fuiste a la Misa Dominical, recitaste el Rosario tres veces, y rezaste con el breviario la oración de la mañana o de la tarde una vez.

Agregándolo todo se llega como mínimo a unas 25 veces en que, ya sea escuchaste, leíste o pronunciaste los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero la pregunta es: ¿pensaste en ellos? Estuviste atento o, usando una expresión saletense, ¿ hacían ustedes bien la oración? ¿Estabas de verdad rindiendo homenaje a la Santísima Trinidad?

Tal vez es debido a nuestra tendencia a la distracción que la Iglesia nos ofrece cada año una solemnidad en la cual podemos conscientemente adorar a Dios en toda su magnificencia y gloria trinitarias.

La revelación del misterio más profundo de Dios llevó siglos. Primero con la creación. “Él lo dijo, y el mundo existió, él dio una orden, y todo subsiste” conforme leemos en el Salmo Responsorial. Después de elegirse un pueblo, lo liberó de la esclavitud, tal como Moisés se lo hace recordar en la primera lectura. Finalmente, él nos envió a su Hijo, quien a su vez nos envió el Espíritu.

Sin usar un lenguaje trinitario, el mensaje de Nuestra Señora de La Salette evoca al Padre que rescató a su pueblo, pero cuyos mandamientos estaban siendo ignorados. Su crucifijo nos muestra al Hijo que redimió y reconcilió a su pueblo; y este se negó a brindarle el respeto y la adoración que le son debidos. Las lágrimas de María son su modo de decir, “¿Cómo pudieron olvidarlo?”

¿Podría ser el Espíritu la Fuente de la luz de la cual ella estaba formada, o la inspiración detrás de sus palabras? Sea como fuere, el Padre, el Hijo y el Espíritu se reflejan plenamente en su ternura y belleza.

Uno podría sentirse tentado a ver otra dimensión trinitaria en la aparición. La Salette es una y tres. Es un evento singular; pero sus tres momentos dan origen a las distintas imágenes de la Madre que llora, la Conversación, y la Asunción.

En la segunda lectura, San Pablo nos dice que nosotros hemos recibido “el espíritu de hijos adoptivos” y que somos “coherederos de Cristo”. Por lo tanto, démonos cuenta de lo que decimos cuando rezamos, “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, al Dios que es, que era y que vendrá” (Aclamación del Evangelio).

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Reavivar el fuego

(Pentecostés: Hechos 2, 1-11; Gálatas 5, 16-25; Juan 15, 26-27; 16, 12-15)

Los discípulos estaban reunidos en la sala donde solían hacerlo habitualmente. Ahí oraron, y eligieron a Matías para reemplazar a Judas y, como les había dicho Jesús en su Ascensión, estaban esperando “la promesa del Padre”.

Entonces, en forma de viento y fuego, vino el Espíritu para llevarlos, por así decirlo, desde la sala donde se reunían hacia el mundo para predicar, “según el Espíritu les permitía expresarse”.

En la Aclamación del Evangelio de hoy oramos: “Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”; y en la Secuencia: “Suaviza nuestra dureza, elimina con tu calor nuestra frialdad, corrige nuestros desvíos”.

En la segunda lectura, San Pablo está tratando de ayudar a los Gálatas a comprender que sus disputas sectarias (entre otras cosas) no tienen nada que ver con los frutos del Espíritu. “Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por Él”, escribe. En otras palabras, deja atrás todo aquello que no sea del Espíritu.

Cuando leemos estas palabras, podemos inclinarnos a sentirnos culpables por los cargos. Si es así, ¿qué nos retiene? En La Salette, María vino a reavivar el fuego del amor de Dios en su pueblo. Con un mensaje deliberadamente inquietante, quiso sacarlos de su complacencia, para que respondan a su vocación cristiana, como el Espíritu les permitía.

El desafío de Pentecostés es siempre reavivar nuestro corazón, pero no sólo para nosotros. El fuego está destinado a propagarse. Está inquieto; si permanece en un lugar, se extinguirá.

Así también con La Salette. Los visitantes de la Montaña Santa a menudo derraman lágrimas cuando tienen que irse. Pero La Salette es como la sala de reunión de Pentecostés. Lo que se experimenta allí no debe limitarse sólo a ese lugar.

La Bella Señora apareció envuelta en una luz, para llamar nuevamente nuestra atención y reconducirnos a su Hijo. Ella habló de manera que sea comprendida. Como saletenses, no nos basta con repetir sus palabras. Queremos escuchar verdaderamente a los demás, hablar su “idioma”; todavía necesitamos que el Espíritu Santo nos impulse al mundo para predicar, trabajar, vivir y mostrar nuestro amor por Dios, y así ayudarnos a traducir el mensaje de La Salette con nuestras palabras y acciones.

Traducción: P. Diego Diaz, M.S.

Comisionados por Cristo

(La Ascensión, se celebra el Domingo en muchas Diócesis: Hechos 1:1-11; Efesios 4:1-13; Marcos 16:15-20.)

La conclusión del Evangelio de Marcos, que leemos hoy, parece combinar el relato de la Ascensión de Jesús que está en Lucas con el de Mateo en el que Jesús manda proclamar el Evangelio a todo el mundo.

La comisión ha sido dada. ¡Qué gran encargo, qué tremenda responsabilidad! Sin embargo, no tengan miedo, porque Cristo no nos alistó para el fracaso sino para un éxito seguro.

En la primera lectura, justo antes de la Ascensión, Jesús hizo una promesa: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén... y hasta los confines de la tierra”.

En Marcos, Jesús les habló a sus apóstoles acerca de los signos que los acompañarían en sus ministerios, luego de lo cual fue apartado de su vista.

En La Salette, la Bella Señora prometió signos que ocurrirían, “si se convierten”. También entregó una comisión, comenzando con Melania y Maximino: “se lo dirán a todo mi pueblo”.

Luego al darse vuelta, repitió su mandato final, y ascendió volviendo al cielo. Ella vino a recordarnos de manera muy gentil, la obra que su Hijo había dejado para que la lleváramos a cabo, y luego ella se fue.

Esta fiesta se trata de más que un reconocimiento de que Cristo ascendió al lugar que le corresponde a la derecha de Dios. Se trata también de nosotros, el cuerpo de Cristo en la tierra, también deseosos de ascender, para estar con Cristo cabeza de la Iglesia. Necesitamos ponernos manos a la obra.

Tenemos las herramientas, especialmente los sacramentos. Tenemos el manual de instrucciones, es decir, las Escrituras y las enseñanzas de la Iglesia. Cada uno tiene su habilidad particular, su carisma y especialidad; tal como leemos en la segunda lectura: “Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe”.

Rezamos: “Enciende, Señor, nuestros corazones con el deseo de la patria celestial, para que, siguiendo las huellas de nuestro Salvador, aspiremos a la meta donde él nos precedió” (Misa de la Vigilia). Como saletenses, también ansiamos ver a María allí.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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