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Se ha ido, pero no está ausente

(7to Dom. de Pascua: Hechos 1:12-14; 1 Pedro 4:13-16; Juan 17:1-11; O Ascensión: Hechos 1:1-11; Efesios. 1:17-23; Mt 28:16-20)

Dependiendo del lugar donde vives, hoy estás celebrando ya sea la Ascensión o el Séptimo Domingo de Pascua. La reflexión de hoy incluye a ambos. 

Vemos a Jesús al final de su carrera terrenal. Hechos describe la Ascensión, Mateo la sugiere. En Juan, Jesús dice, “Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y Yo vuelvo a ti”.

Otro tema es el de la gloria. En el Séptimo Domingo, Jesús dice: “Padre, ha llegado la hora... Ahora, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía contigo antes que el mundo existiera”. En la Ascensión, San Pablo escribe: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente”.

El “conocimiento” aparece también el Domingo:” “Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo”.

Y en ambos, Jesús habla de sus discípulos. Ellos guardaron su palabra, él ha sido glorificado en ellos, y recibirán la fuerza para ser sus testigos y hacer que todos los pueblos sean sus discípulos.

Todo esto se refleja en La Salette. María se aparece en gloria; ella busca que su pueblo vuelva a despertar al conocimiento de Dios. Ella da en misión a Melania y Maximino (y, luego a los Misioneros de La Salette, las Hermanas y los Laicos) la obra de hacer que su buena noticiase expanda “a todo mi pueblo”.

Jesús prometió estar con sus discípulos, “hasta el fin del mundo”. La atención que la Bella Señora presta a los pequeños detalles de la vida de los niños muestra que ella es una fiel compañera en nuestra peregrinación por este mundo. 

Como se mencionó antes, Hechos describe la Ascensión de Jesús: “Lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos”.

Siempre me hace sonreír la manera en que los niños describen la desaparición de María al final de la Aparición. “Ella se derritió como mantequilla en una sartén” dijeron. Varias fuentes acotan “en una olla sobre el fuego” o “en la sopa”.

Nunca más la volvieron a ver, pero ella nunca quitó su mirada de ellos, o de nosotros. Si sólo pudiéramos darnos cuenta de esto y recordarlo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Si / Entonces

(6to Domingo de Pascua: Hechos 8:5-17; 1 Pedro 3:15-18; Juan 14:15-21) 

“Si ustedes me aman”, dice Jesús, cumplirán” mis mandamientos”. El describe algunas de las cosas que sucederán como resultado: “Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad”.

Lo mejor de todo, “El que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él”. Esto explica, creo yo, porque hubo tanta alegría en los pobladores de la ciudad de Samaria, cuando Felipe les proclamaba a Cristo, y confirmaba su predicación con signos.

Nuestra Señora de La Salette habla de lo que sucederá, “si se convierten”. Externamente, habrá abundancia en lugar de hambre.

¿Qué pasa con los efectos internos? Podemos tomar prestadas algunas ideas de nuestra segunda lectura y del Salmo.

Si se convierten: 

“Santificarán a Cristo el Señor” en sus corazones. Ya no abusarán de su nombre.

Aprenderán a rezar bien. Cantarán alabanzas a la gloria del nombre de Dios, gritando “¡Bendito sea Dios, que no rechazó mi oración ni apartó de mí su misericordia!”

Estarán siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen. Pero lo harán con suavidad y respeto. Esto presupone que vivirán de tal manera que otros verán claramente su compromiso cristiano. (Esto es lo que el padre de Maximino hizo cuando, después de muchos años sin ir a la iglesia, comenzó a ir diariamente a Misa.)

Tendrán su conciencia tranquila. Es preferible sufrir haciendo el bien, si esta es la voluntad de Dios, que haciendo el mal.

En 1852, el Obispo de Bruillard decide erigir un Santuario, y al mismo tiempo traer a la existencia a los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette, resaltando: “Su creación y su existencia serán, así como el mismo Santuario, un recuerdo perpetuo de la misericordiosa aparición de María”

No se esperaría nada tan público de la mayor parte de las personas que acepten de María el llamado a la conversión, pero si vamos a perseverar, entonces sería cosa buena y una decisión sabia, asegurarnos de que nuestro primer encuentro con la Bella Señora no sea olvidado jamás.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Cuida tus Pasos

(5to Domingo de Pascua: Hechos 6:1-7; 1 Pedro 2:4-9; Juan 14:1-12) 

San Pedro, en la segunda lectura de hoy, combina tres distintos textos del Antiguo Testamento: Isaías 28:16, Salmo 118:22, e Isaías 8:14.

Los dos primeros son usados por él para dar fuerza a su exhortación: “Al acercarse al Señor, la piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa a los ojos de Dios, también ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual”.

El tercero, sin embargo, se refiere a una “piedra de tropiezo”, y añade, “Ellos tropiezan porque no creen en la Palabra”.

Esta es una imagen apta para representar al pueblo del cual María se quejó en La Salette. Un pueblo que se tropezaba de muchas maneras. Con el trigo y las papas arruinados, las uvas podridas, las nueces carcomidas, la amenaza de hambruna – no es de extrañar que con todo esto el pueblo se sintiera ansioso y desmoralizado.  

María vio todo esto, pero también vio los frutos arruinados en el corazón de su pueblo – la indiferencia y la burla hacia la religión, el irrespeto blasfemo por el nombre de su Hijo. Cosas con las que su pueblo había caído de verdad hasta lo más bajo.

No todo tropiezo espiritual es pecado. En nuestra primera lectura, por ejemplo, nos enteramos de que la disensión por la distribución de la comida amenazaba la armonía de la comunidad de los primeros cristianos en Jerusalén. Una solución se encontró antes de que un daño permanente se haya causado. 

Lo mismo se aplica a nuestras dudas y cuestionamientos. Estos constituyen a menudo la expresión más honesta de nuestra incapacidad de comprender los caminos de Dios. Cuando nos sentimos tentados a ir tan lejos como para culpar a Dios por nuestros problemas, hacemos bien en recordar a San Pedro citando a Isaías 28:16, “Yo pongo en Sión una piedra angular, elegida y preciosa: el que deposita su confianza en ella, no será confundido”.

Debemos creer en la piedra angular y construir sobre ella una estructura de esperanza. Una cosa es tropezar y caerse. Otra cosa muy distinta, no levantarse. 

No nos olvidemos del Evangelio, en el cual Jesús dice, “Crean en Dios y crean también en mí”, y “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. A lo largo de este Camino no hay tropiezos ni caídas fatales, ante esta Verdad, ninguna duda es permanente, y en esta Vida, la muerte no tendrá supremacía.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Pastor, Puerta, Vida

(4to Domingo de Pascua: Hechos 2:36-41; 1 Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10) 

“La Fe no es un sustantivo sino un verbo”. Gramaticalmente esta afirmación es falsa, aun así, el significado es obvio.

Continuando el tema del camino de la semana pasada, podemos decir que la fe está dando sus primeros pasos. Con esto me refiero al preciso momento en el que nuestra fe se transforma en un encuentro personal genuino, cuando descubrimos que nuestra relación con el Señor es esencial en nuestra existencia.

En la primera lectura, Pedro concluye su discurso de Pentecostés: “Todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías”. El Apóstol está haciendo que todo su pueblo conozca el mensaje.

En su carta, Pedro da mucho ánimo en tiempo de sufrimiento. “Cristo llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados”. La Bella Señora muestra la imagen de su Hijo crucificado, incluso cuando esté hablando de pecado y de conversión. 

Ella se dirige a aquellos que, en la primera lectura, son llamados “esta generación perversa” Debemos apartarnos de todo aquello que por dentro y por fuera nos degrada de algún modo.

Su llamado a la conversión expresa una esperanza, la que Pedro presenta como un hecho. “Cristo llevó sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo, a fin de que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados”. Lo cual nos dirige a nuestro Evangelio, donde parece que Juan hubiera usado un buen editor. Distintas imágenes se entremezclan.

Primeramente, afirma que Jesús no es un ladrón ni un asaltante, sino el pastor que “llama a sus ovejas por su nombre y las hace salir”; luego que es “la puerta” y “Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes”, y de nuevo afirma que es la puerta, luego una vez más que no es un ladrón, y al finalizar declara: “Yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia”.

Esta última oración es la que sujeta todo el resto. Cualquiera sea la imagen que prefiramos, la abundancia de la vida es lo que quiere transmitir. El discurso de María en La Salette en parte carece de una cierta lógica, pero el mensaje es claro: cuando regresamos con el Pastor, encontramos vida.

Y él nos guiará a aquel lugar del cual el salmista nos habla esta semana.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Camino Saletense

(3er Domingo de Pascua: Hechos 2:14,22-33; 1 Pedro 1:17-21; Lucas 24:13-35)

La noción de camino aparece al largo de las lecturas de hoy. La lectura de Hechos parafrasea el Salmo de hoy, incluso en las palabras: “Me harás conocer el camino de la vida”. El Evangelio muestra a Jesús y a dos discípulos en camino de Emaús. 

En este punto del camino quiero brindar mi reconocimiento al Sr. Wayne Vanasse, un Asociado Saletense, quien llego a ser un valioso colaborador en estas reflexiones. Estudiamos las lecturas de manera independiente el uno del otro, y luego comparamos notas en aquello que percibimos como “Conexiones Saletenses”.  En esta ocasión a ambos nos llamó fuertemente la atención la imagen del camino de la vida.

No hay duda de que la Bella Señora vino otra vez a mostrarle a su pueblo aquel camino de la vida. Parte de su mensaje es, si se quiere, un eco de las palabras de Pedro en la segunda lectura: “vivan en el temor mientras están de paso en este mundo”, esto es, mientras permanecemos temporalmente en un lugar durante nuestro camino a otro destino.

Una de las características de La Salette es que María se movió. Estaba primeramente sentada cuando se apareció, luego se levantó y dio unos cuantos pasos hasta el lugar donde los niños se encontraron de cerca con ella, y finalmente pasó entre ellos, atravesó un pequeño arroyo y ascendió por el típico zigzag de la montaña, hasta una planicie más alta en donde desapareció.

Lo que Jesús hizo con los discípulos en el camino de Emaús, así hizo María con Maximino y Melania, ella tomó la iniciativa, ella “se acercó y siguió caminando con ellos” Ellos no solamente siguieron sus movimientos, sino que ella los invitó a hacer conocer su mensaje a “todo mi pueblo”. Esto abrió un camino único para cada uno de ellos.

En nuestra propia vida, nos sucede con facilidad, cerramos nuestros ojos y nos negamos a reconocer a Jesús como nuestro compañero en el camino de la vida. Fue en un momento Eucarístico compartido por Jesús con los dos discípulos en el que “sus ojos se abrieron y lo reconocieron”.

Sin embargo, antes, él los había preparado, por medio de interpretarles las escrituras, haciendo que sintieran arder sus corazones.

Conforme recorremos por el camino de nuestra vida, ¿Qué es lo que hace arder nuestros corazones? ¿Cómo propagamos ese fuego?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Érase una vez, otra vez

(2do Domingo de Pascua: Hechos 2:42-47; 1 Pedro 1:3-9; Juan 20:19-31) 

La vida de los primeros creyentes, según se describe en Hechos, parece demasiado buena como para ser cierta. El entusiasmo que sentían por la enseñanza de los Apóstoles, la oración en común, el compañerismo y el compartir de los bienes – no queda duda de que “un santo temor se apoderó de todos”.

En el Salmo leemos: “La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular. Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos”. Pero en 1846 María lloró porque la Piedra Angular estaba, trágicamente, siendo rechazada otra vez. ¿Y hoy?

San Pedro en nuestra segunda lectura, enumera los beneficios de la “gran misericordia” de Dios. Nuestra Señora de La Salette es nuestra “Madre Misericordiosa”, consideremos el paralelismo.

Primeramente, Dios “nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva”. En La Salette, esta esperanza no yace solamente en una prosperidad futura sino, sobre todo, en la conversión a las cosas de Dios.

Luego hay “una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera”, que está más allá de nuestras necesidades y preocupaciones presentes. Pedro dice que está reservada en el cielo para nosotros. Pero aquello no significa que no podamos contar con ella en el presente. La oración y especialmente la Eucaristía nos dan acceso a esa herencia y son esenciales en el mensaje de La Salette.   

En tercer lugar, está la salvación que, ante todo, explica la razón del entusiasmo de los primeros cristianos, y el atractivo de aquella comunidad. “Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse”. Desde luego, La Salette no ofrece salvación independientemente, pero nos conduce hacia al mismísimo Salvador.

Luego Pedro escribe, “Por eso, ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente”. Cualquiera que haya experimentado verdaderamente la misericordia de Dios – como muchos por medio de La Salette – sabe exactamente a lo que él se refiere. Los problemas van y vienen, la alegría permanece.

El Apóstol Tomás pasó por un tiempo de oscuridad, y luego experimentó la misericordia del Señor. Su primera respuesta fue la de reconocer la divinidad de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Antes, el miedo había confinado a los apóstoles tras puertas cerradas. La divina misericordia lo cambió todo. Lo que hizo por ellos, puede hacerlo por nosotros y, por medio de nosotros, devotos de nuestra Madre Misericordiosa, por los otros.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La más Grande de las Promesas

(Pascua: Las lecturas de la Vigilia Pascual y del Domingo son numerosas como para ponerlas en la lista)

En la cuarta lectura de la Vigilia Pascual, Dios dice por medio de Isaías: “Por un breve instante te dejé abandonada, pero con gran ternura te uniré conmigo; en un arrebato de indignación, te oculté mi rostro por un instante, pero me compadecí de ti con amor eterno”.

Aquí está contenido todo el mensaje de La Salette. ¿Acaso se necesitan más comentarios?

La frase “arrebato de indignación” podría hacernos pensar en las palabras de María acerca del “brazo de su Hijo”. Pero esta lectura nos ayuda a recordar que, en muchos otros lugares de la Escritura, la mano o el brazo de Dios, de hecho, se despliega para salvar.

Después de la lectura del paso por el Mar Rojo, por ejemplo, recitamos, en el cántico de Moisés: “Tu mano, Señor, resplandece por su fuerza, tu mano, Señor, aniquila al enemigo”.

Y, tanto en la Vigilia como en la Misa del Domingo, rezamos con las palabras del Salmo 118: “La mano del Señor es sublime, la mano del Señor hace proezas. No, no moriré: viviré para publicar lo que hizo el Señor”.

Al mismo tiempo que la mano de Dios demuestra su poder para salvar, su gran ternura y su amor duradero expresan su Voluntad en hacerlo. Aun cuando Dios usa su poder para castigar a su pueblo, su amor siempre prevalece. 

En los Evangelios surge una pregunta, “¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?” Hoy me gustaría sugerir, desde una perspectiva Saletense, una pregunta diferente.

Primero, déjenme dar la respuesta: “Aunque se aparten las montañas y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti”. Esta cita de Isaías viene de la lectura de la que se hace referencia al principio de esta reflexión. 

Ahora, la pregunta: ¿Cuál es la más grande de las Promesas?

Piénsalo. ¿Hay alguna otra promesa que querrías oír de Dios en lugar de esta? ¿Hay algo acerca de la Bella Señora y su mensaje que no tenga su fundamento en aquella promesa?

Y ¿qué prueba más grande hay de la fidelidad de Dios a su promesa que la resurrección de Jesús?

En este día que el Señor ha hecho, ¡estalla de alegría y sé feliz!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Dos Evangelios

(Domingo de Ramos: Mateo 21:1-11; Isaías 50:4-7; Filipenses. 2:6-11; Mateo 26:14—27:66)

En la apertura de la liturgia de hoy, escuchamos el relato de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Y luego escuchamos la lectura de la Pasión.

Hay una similitud. En las dos lecturas, Jesús envía a sus discípulos a realizar una tarea (arreglar el transporte, preparar la Pascua) y ellos “hicieron lo que Jesús les había mandado”. (Esto podría hacer que algunos lectores se acuerden de Maximino y Melania).

Los contrastes, sin embargo, son muchos. El “Hosanna” desemboca en “¡Que sea crucificado!”.   El “Es Jesús, el profeta”, anunciado por alguien en medio de la algarabía, se convierte en “Este es Jesús, el rey de los Judíos”, el cargo en su contra, colocado en la cruz sobre su cabeza.

Podríamos imaginar ciertas diferencias que no se mencionan. Por ejemplo, parece probable que Jesús haya llorado en el huerto de Getsemaní. En contraste, ¿Cómo visualizar a Jesús reaccionando ante la multitud que gritaba durante su entrada en Jerusalén?

El Siervo Sufriente en nuestro texto de Isaías dice: “El Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento”. Una alentadora, reconfortante palabra se ve aun en medio de la escena de traición. En Mateo Jesús llama a Judas “amigo” ofreciéndole la salvación aun en su más oscuro momento de culpa.

En La Salette, el equivalente es “mi pueblo”. No importa cuán perdido está, María no lo rechaza. “Acérquense, no tengan miedo”. Con esas palabras se dirige a los niños, pero de ningún modo únicamente a ellos.

La Bella Señora nos llama a la sumisión. Jesús es el modelo mismo de la sumisión, callado frente a sus acusadores. En el Evangelio él es “abandonado” y como San Pablo escribe, ”se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz.”.

El mismo texto dice que Jesús recibió “el Nombre que está sobre todo nombre”, valioso para Nuestra Señora, pero ¡ay! no tanto para su pueblo.

Mateo no hace ninguna mención de María en la Pasión, pero el pensar en su sufrimiento me lleva a concluir con las palabras del Memorare a Nuestra Señora de La Salette: “Acuérdate Nuestra Señora de La Salette, verdadera Madre de los Dolores, de las lágrimas que has derramado por nosotros en el Calvario”.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Muerte, Vida, Amor, Esperanza

(5to Domingo de Cuaresma: Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45)

Jesús estaba, de algún modo, poniendo a prueba la fe de Marta cuando le dijo, “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”, y luego le preguntó, “¿Crees esto?”

Si le hubiera preguntado, “¿entiendes esto?” la conversación podría haber tomado un rumbo distinto. Pero en la respuesta, Marta expresó su fe en el mismísimo Jesús, y así en cada cosa que él dijo o hizo. “Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo”.

Más adelante leemos, “Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!». El amor y las lágrimas no son extraños entre sí.

La Bella Señora lloró. Podemos ver, por lo tanto, cuánto nos ama, y sus ansias son de que nosotros creamos que su Hijo es la resurrección y la vida, que creamos en su palabra.

Cada vez que me topo con la frase ‘mi pueblo’ en la Biblia, pienso en La Salette. En la primera lectura de hoy, esa conexión es fuerte. Este pasaje concluye el famoso episodio del Valle de los Huesos Secos. Hasta entonces, en Ezequiel, Dios había hablado acerca de su pueblo, raramente a su pueblo. Pero aquí se dirige directamente a su pueblo, y con qué sentimiento: “¡Ustedes, mi pueblo!” ¿Puede acaso este pueblo otra vez dudar de su amor?

La respuesta propicia a esa pregunta se encuentra en el Salmo de hoy. “Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido... Porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia”.

San Pablo se sirve de una imagen muy diferente a aquella de los huesos secos, pero con el mismo efecto. Vivir conforme a la carne es estar espiritualmente muerto. “Los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios”. La Santísima Virgen quiere que su pueblo lo entienda.

En el mensaje de La Salette, como en todas las lecturas de hoy, se resalta la voluntad de Dios de devolvernos a la vida. En las palabas de la primera lectura: “Lo he dicho y lo haré—oráculo del Señor”.

A veces nos encontramos rezando “desde los más profundo”. Nunca debemos desesperarnos. Lázaro no fue un caso perdido. Tampoco nosotros.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Unción

(4to Domingo de Cuaresma: 1 Samuel 16:1-13; Efesios 5:8-14; Juan 9:1-41)

David fue ungido con óleo por Samuel, y “desde aquel día, el espíritu del Señor descendió sobre David”. Una de las muchas imágenes de paz está en el salmo de hoy, “unges con óleo mi cabeza”.

Jesús hizo barro y lo puse sobre los ojos del hombre ciego. Debido al material usado, es difícil reconocer este gesto como una unción. Pero es difícil verlo de otro modo cuando consideramos su propósito. Jesús dijo del hombre que había nacido ciego “para que se manifiesten en él las obras de Dios”.

Añade, “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. San Pablo aplica en nosotros la misma idea: “Ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor... No participen de las obras estériles de las tinieblas”.

En La Salette, María, la que era “toda de luz” empoderó a dos niños para que cumplan una misión. Aquella, también, era una forma de unción. Y su mensaje nos hace conscientes de nuestra identidad cristiana, tristemente descuidada por tantos de aquellos a los que ella llama “mi pueblo”, pero que todavía están atrapados en las tinieblas.

Todos nosotros fuimos ungidos en el nombre de Cristo, no una vez sino dos, en el sacramento del Bautismo, con el óleo de la salvación, “para que incorporados a su pueblo y permaneciendo unidos a Cristo, vivamos eternamente”.

De verdad, es sólo por medio del Hijo de la Bella Señora que nosotros podemos producir, como San Pablo escribe, los frutos de “la bondad, la justicia y la verdad”. Podemos ver en Jesús, al que nos guía por los justos senderos.

El relato del hombre ciego de nacimiento levanta muchas preguntas – dieciséis, para ser exactos – las más relevantes: ¿Qué dices de Jesús? ¿Quieres hacerte discípulo suyo? ¿Crees en el Hijo del hombre? ¿Quién es, para que crea en él?

Haríamos bien en reflexionar estas preguntas en privado. Pudiera, sin embargo, ser más interesante, estimulante y de provecho hacérnoslas mutuamente, talvez en los momentos de oración y de compartir de fe. 

La “pregunta Saletense” es: ¿Hacen bien sus oraciones? En oración presentémonos para recibir la unción, para que así, por medio de nosotros “se manifiesten las obras de Dios”. ¡Una ambición verdaderamente noble!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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