Él debía resucitar
(Pascua: Hechos 10:34-43; Colosenses 3:1-4; Juan 20:1-9)
Al final del Evangelio de hoy, Juan hace una clara declaración, “Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos”. De hecho, como las lecturas durante el tiempo de Pascua lo van a demostrar, la mayoría de los discípulos no creyeron que Jesús había resucitado hasta que se reveló a sí mismo.
Pongámonos en el lugar de Pedro frente a la tumba vacía. ¿Qué hacer con lo que vemos? Aquí nada tiene sentido. Por ejemplo, si el cuerpo de Jesús hubiese sido robado, ¿por qué el ladrón doblaría los lienzos fúnebres?
Situémonos en sintonía con Pedro tal como se muestra en la primera lectura. Por entonces en los Hechos de los Apóstoles, Pedro ya andaba proclamando audazmente a Cristo resucitado ante el pueblo judío, y muchos creyeron. Pero aquí él está predicándole a un romano devoto y temeroso de Dios, junto a su familia y amigos. Ahora Pedro es un testigo, no de un vacío recinto de muerte, sino de la plenitud de la vida, para todos.
San Pablo, escribiendo a los colosenses, les recuerda que,“Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”. Como testigo, él ciertamente ponía en práctica lo que predicaba.
En La Salette, la Bella Señora convirtió a Maximino y a Melania en testigos. Nosotros andamos en sus huellas, llevándoles a las personas el recuerdo del poder transformador del crucificado y resucitado, Jesús. Lo que Pedro dice de sí mismo y de sus compañeros se aplica también a nosotros: ““Nos envió a predicar al pueblo, y a atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre”.
Juan escribe que Jesús debía resucitar. Esto va más allá del anuncio de un acontecimiento histórico. Porque sin la resurrección de Cristo no hay victoria sobre la muerte. No hay victoria sobre el pecado. No hay salvación. No hay restauración de la relación de alianza con Dios.
Si los medios sociales modernos hubieran existido en tiempos del Evangelio de hoy, ¡imagina las teorías que andarían circulando en torno a la tumba vacía! Si la fe ferviente de Pedro y los demás existiera hoy, ¡imagina qué clase de profetas podríamos llegar a ser en estos tiempos que vivimos!
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Lo que el Señor necesita
(Domingo de Ramos: Lucas 19:28-40; Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Lucas 22:14 a 23-56)
Siguiendo las instrucciones de Jesús, sus discípulos, cuando les preguntaron por qué estaban llevándose al asno, respondieron, “El Señor lo necesita”.
¿Qué es lo que el Señor necesita de nosotros? En primer lugar y, ante todo, a nosotros mismos.
Cuando Nuestra Señora de La Salette les dijo a Maximino y a Melania, “Háganlo conocer” ¿acaso no les decía “El Señor los necesita”? Ellos, y nadie más, fueron elegidos para ser los primeros en anunciar el mensaje saletense de conversión y reconciliación.
¿Qué recurso, don, o talentos necesita de nosotros el Señor? Para cada uno será distinto, pero hay mucho que tenemos en común. Por ejemplo, todos recibimos el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. ¿Cómo entonces lo llevamos a nuestro mundo personal de familia, amistades, comunidad o cuando es posible, más allá?
Algunos de los Fariseos pensaron que la multitud que aclamaba a Jesús ya estaba sobrepasando los límites. El respondió, “¡Si ellos callan, gritarán las piedras!” Encontramos en La Salette una similar predicción extravagante: “Las piedras y las rocas se transformarán en montones de trigo”, proclamando, por así decirlo, la misericordia de Dios por aquellos que vuelven a él.
No hay tiempo para quedarse callado. El Señor necesita de nuestra voz, y nos dará a cada uno nuestra propia “lengua de discípulo” (primera lectura), para profesar la gloria de Dios y hacer nuestras las palabras del Salmo de hoy: “Yo anunciaré tu Nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea”.
Para muchos de nosotros, esto no será fácil, especialmente si vivimos en una sociedad que es indiferente y hasta hostil a nuestra fe.
En este contexto pongamos en consideración lo que Jesús le dijo a Pedro. “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos”.
Sabemos que el coraje de Pedro falló en un momento crítico, pero no su fe. Sin poner excusas a su cobardía, regresó y en los Hechos de los Apóstoles proclamó con intrepidez las Buenas Nuevas y guió los primeros pasos de la Iglesia. El Señor lo seguía necesitando, como sigue necesitando de nosotros – ¡que glorioso y humilde pensamiento! – para fortalecer en la fe a nuestros hermanos y hermanas.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
¿No se dan cuenta?
(5to Domingo de Cuaresma: Isaías 43:16-21; Filipenses 3:8-14; Juan 8:1-11)
La mujer en el Evangelio de hoy era culpable. La ley la condenaba a muerte. Cualquier muestra de arrepentimiento no le serviría de nada.
EL pueblo judío, al que Isaías le habla en la primera lectura, se encontraba en el exilio a causa de sus muchos pecados. ¡Si tan sólo hubieran sido capaces de recordar su deuda con Dios por haber liberado a sus ancestros de la esclavitud y haberlos hecho atravesar el Mar Rojo!
Pablo se dio cuenta demasiado tarde “del inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. Nunca pudo deshacer el daño que había causado al perseguir a la Iglesia.
Muchos cristianos en 1846 se habían olvidado de la historia de su salvación. El Hijo de Dios, por amor al mundo, se entregó a sí mismo a la muerte. Pero igualmente algunos invocaban su nombre solamente cuando maldecían las papas podridas y el azote del hambre que amenazaba.
Hacía falta una Bella Señora que los llevara de regreso a una vida de fe. Sí, sus palabras eran reproches, pero ella no vino a condenar a su pueblo. Una alternativa al castigo estaba disponible.
Pablo debió sufrir mucho por la causa de Cristo. Aquello no era un castigo. El halló plenitud en “participar de sus sufrimientos, hasta hacerme semejante a él en la muerte”.
Isaías le dio seguridad a su pueblo al decirles que una señal aun mayor que la del paso del Mar Rojo le aguardaba, y más pronto de lo que pensaban. “Ya está germinando, ¿no se dan cuenta?”
Bastante más destacable es el resultado en el caso de la mujer en el Evangelio. No solamente era algo inesperado, ¡era imposible! Jesús está diciendo, en efecto, “Yo estoy haciendo algo nuevo, algo nunca antes visto, algo revolucionario. ¿Pueden percibir esto?”
La Salette nos ayuda a ver esta gran maravilla, no solamente para aplicarla a nosotros mismo mientras nos esforzamos por vivir vidas reconciliadas, sino también para adoptarla como una metodología al interactuar con el mundo moderno.
Isaías, Pablo, María y especialmente Jesús nos invitan a tener un corazón bien dispuesto a la conversión. No pospongamos aquel momento en que escucharemos aquellas dulces palabras, “Yo tampoco te condeno”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Resplandecientes
(4to Domingo de Cuaresma: Josué 5:9-12; 2 Corintios 5:17-21; Lucas 15:1-3, 11-32)
“Miren hacia él y quedarán resplandecientes”. Estas palabras en el Salmo de hoy se refieren al Señor, pero podemos aplicarlas al hijo pródigo. Al ver a su padre, se vio revestido con los más finos atuendos, un anillo en su dedo, sandalias en sus pies.
En pleno tiempo penitencial de Cuaresma, la Iglesia nos da el Domingo del Laetare (alégrate). Además de las referencias específicas a la alegría en el Salmo y en el Evangelio, las lecturas están llenas de razones para celebrar.
En la primera lectura, Dios le dice a su pueblo, “Hoy he quitado de encima de ustedes el oprobio de Egipto”. Han atravesado el Jordán y ahora celebrarán su primera Pascua en la tierra prometida. Por fin son un pueblo verdaderamente libre.
San Pablo habla de la reconciliación con entusiasmo, la cual es obra de Dios, y que estamos llamados a aceptar. En nuestras relaciones interpersonales con otros, sabemos cómo es la reconciliación, cuando el ofensor y el ofendido son capaces de mirarse con felicidad y reconocer la “nueva creación” del amor restaurado.
Más jubilosa todavía es la reconciliación a la cual la Bella Señora de La Salette nos invita. Al confiar su mensaje a Melania y Maximino ya nosotros, ella nos convirtió en embajadores de Cristo. Podemos proclamar ante todos que Dios, “no teniendo en cuenta los pecados de los hombres”, les ofrece la oportunidad de volver a él humildemente y a estar en una correcta relación con él.
¿Acaso no se trata de eso el relato del hijo pródigo? “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”.
Podríamos detenernos aquí, y esta reflexión estaría ya completa. Pero permítanme usar el espacio sobrante para un par de pensamientos adicionales.
Regocijémonos porque, en la Vigilia Pascual, miles llegarán a ser una nueva creación por medio de las aguas del bautismo y de la unción con el aceite sacro de la confirmación y por el derramamiento de los dones del Espíritu Santo.
Procedamos como dice el padre, “Que haya fiesta y alegría”por cada alma que se salva, por cada pecador (nosotros incluidos) que se reconcilia con Dios, porque aquel “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Un Dios, un pueblo
(3er Domingo de Cuaresma: Éxodo 3:1-15; 1 Corintios 10:1-12; Lucas 13:1-9)
La parábola de la higuera de hoy se encuentra solamente en el Evangelio de Lucas. Sin embargo, no nos equivocaremos si le encontramos un paralelo con La Salette. Como el hortelano tratando de salvar el árbol, la Bella Señora se presenta a sí misma como la que reza sin cesar por su pueblo.
En la primera lectura, Dios dice: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo”. María fue testigo del pecado de su pueblo – en particular de los gritos y de las quejas mezclados con el nombre de su Hijo – sino también de su sufrimiento. Ella bajó para traer el remedio para ambos casos.
San Pablo escribe acerca de “nuestros padres” en camino hacia la tierra prometida. Concluye: “Muy pocos de ellos fueron agradables a Dios, porque sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Todo esto aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos, como lo hicieron nuestros padres. No nos rebelemos contra Dios, como algunos de ellos”.
Por aquel entonces, pocos o ninguno de los cristianos creyentes de Corinto tenían ascendencia judía, y lo mismo es cierto en nuestro caso. Pero nuestra herencia cristiana incluye el Antiguo Testamento, y en otros lugares Pablo dice claramente que nosotros somos hijos de Abraham.
Por lo tanto, nosotros somos el único pueblo escogido del único Dios verdadero, cuyo nombre infinitamente misterioso es “YO SOY”. ¿Qué clamor nuestro él escucha hoy? ¿Andamos quejándonos, o nos volvemos hacia el Señor en oración? ¿Aprovechamos bien del alimento espiritual y de la bebida espiritual que él nos ha dado?
Las buenas noticias vuelan, se dice. Puede que sea cierto, pero las malas noticias atraen más la atención. El Evangelio de hoy menciona dos acontecimientos trágicos. La respuesta de Jesús es, “Si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”.
Aquel dicho puede parecer insensible, pero refleja la urgencia de la misión de Jesús. Así, también en La Salette, María comenzó su discurso con las palabras, “Si mi pueblo no quiere someterse”. Ella debía causar un impacto.
Sin embargo, en ambos casos, queda un amplio margen para la esperanza. Entonces, vayamos de nuevo al Señor con la oración inicial de la Misa de hoy: “Levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
¿Cristianos modelo?
(2do Domingo de Cuaresma: Génesis 15:5-18; Filipenses 3:17—4:1; Lucas 9:28-36)
¿Quién de nosotros sería tan atrevido como para presentarse a sí mismo como modelo de fe y de vida cristiana? Y sin embargo San Pablo lo hace en la segunda lectura. “Sigan mi ejemplo y observen atentamente a los que siguen el ejemplo que yo les he dado”.
No se trata de jactancia personal, sino de una honesta declaración de la dedicación de San Pablo a Cristo y a la Iglesia. De su convicción y conciencia personal de haber sido elegido, privilegiado.
Abrám en la primera lectura, y Pedro, Santiago y Juan, en el Evangelio, fueron seleccionados de entre los otros para bendiciones especiales. Abrám recibió la promesa y la alianza de Dios; los discípulos vieron y oyeron cosas asombrosas.
Los otros podrían haberse preguntado ¿por qué ellos y yo no? Pero Abrám y los discípulos podrían a su vez preguntarse, ¿por qué yo y no algún otro? Las escrituras no nos ofrecen respuesta.
En La Salette, ¿por qué a Maximino, por qué a Melania? ¿Por qué no a personas más preparadas para semejante tarea? En nuestro ambiente saletense, ¿por qué tú, por qué nosotros?
Aquellos que realmente experimentan la presencia de Dios se transfiguran, a veces repentinamente, pero normalmente de manera gradual. Vemos esto en la vida de los santos. Quizá tú lo viste en personas que conoces. ¿Has pensado en aquella presencia, “¡qué bien que estamos aquí!?
¿Cómo fue que llegaron a este estado? Muy probablemente, sus transfiguraciones persona(es se entrelazaron con sus conversiones, pues respondieron al mandato del cielo, del que se hace eco en La Salette, “Este es mi Hijo, el Elegido; escúchenlo”.
Dios llevo afuera a Abrám para mostrarle las estrellas. Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y subió a la montaña para orar y revelar su gloría antes de su viaje final a Jerusalén.
La Bella Señora, manifestada en luz, atrae a las personas primero hacia sí misma, pero las lleva finalmente hacia Jesús. Ella quiere transformar a los pobres pecadores en santos lavados y relucientes en la sangre del cordero.
Así como Abrám o los tres discípulos, ¿Qué promesas oiríamos nosotros, que cosas asombrosas veríamos? No todos nosotros nos transformaremos en modelos a imitar por los demás, pero algunos lo harían. ¿Por qué tu no?
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Un tiempo de prueba
(1er Domingo de Cuaresma: Deuteronomio 24:4-10; Romanos 10:8-13; Lucas 4:1-13)
La Cuaresma ya está aquí. Hemos tomado algunas resoluciones, quizá ir a Misa diariamente o decir algunas oraciones. Nos hemos impuesto a nosotros mismos ciertos sacrificios (ayunar de dispositivos electrónicos, por ejemplo) posiblemente en vistas de buscar el bien de los demás. En un sentido real, estamos poniéndonos a prueba a nosotros mismos.
Por este mismo hecho, nos estamos exponiendo a la tentación. Podríamos comenzar a cuestionarnos si estamos abarcando mucho, o sentirnos inclinados a hacer algunas excepciones, relajar nuestra disciplina, o redefinir la oración, el ayuno, el dar limosna.
La Cuaresma y La Salette combinan bien. Ambas nos invitan a la conversión y a poner ante nuestros ojos al Cristo Crucificado – sin mencionar el hecho de que la Bella Señora explícitamente mencionó la Cuaresma en su discurso.
En las Escrituras, “tentar” y “probar” se usan indistintamente. Así, al tentar a Jesús en el desierto, el diablo lo estaba poniendo a prueba.
Recordemos que los cuarenta días de Jesús en el desierto ocurren cuando “recién había sido bautizado”. Acababa de escuchar la voz del cielo, “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección“. Es por eso que el diablo comienza dos de las tentaciones diciendo, “Si tú eres Hijo de Dios”. No debemos pensar que Jesús no fue tentado realmente para comprobar aquello.
De manera similar, una experiencia de conversión es típicamente seguida de un tiempo de prueba. Muchos peregrinos en La Salette responden al llamado de María. El desafío para ellos tiene lugar cuando bajan de la montaña y retornan a los quehaceres de la vida diaria, especialmente si no reciben el apoyo de la gente que les rodea.
En la primera lectura, se describe un ritual que hace alusión a los cuarenta años durante los cuales los hebreos deambularon por el desierto luego de que Dios los había liberado de la esclavitud “con el poder de su mano y la fuerza de su brazo” Pusieron a prueba al Señor muchas veces. Hoy, Dios sigue ahí, esperando que nosotros lleguemos a creer con todo nuestro corazón, y pongamos nuestra fe y nuestra confianza en él.
Cada uno de nosotros encontramos nuestra propia manera de vivir la Cuaresma, pero no es una manera puramente personal. Necesitaremos de las oraciones de los demás, de los sacrificios, y de ayuda si queremos realmente peregrinar con Cristo en nuestros corazones y en nuestro espíritu. Animémonos los unos a los otros a rezar más, ayunar más, dar más, mientras nos atrevemos a decir, “No nos dejes caer en la tentación”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.