Oración poderosa
(17mo Domingo Ordinario: Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)
Hoy, la oración es el tema principal de la primera lectura y del Evangelio. También el Salmo, que siempre es una oración en sí mismo, reconoce, “¡Me escuchaste, Señor, cuando te invoqué!”
Cuando decimos que Dios responde a las oraciones, nosotros normalmente queremos decir que él nos concede lo que le pedimos, según la promesa de Jesús. Pero la parábola en el Evangelio muestra que puede que debamos pedir repetidamente. Abraham, en la primera lectura, entendió esto. Él siguió girando en torno al mismo tema. En La Salette, María dijo, “Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”.
Dios le habla a Abraham del “clamor contra Sodoma y Gomorra”. Hay un eco aquí de Génesis 4:10, cuando Jesús le dice a Caín: “¡La sangre de tu hermano grita hacia mí desde el suelo!” Dios no puede ignorar la gravedad del pecado. Ha llegado la hora de actuar.
Cuando la Bella Señora habla del brazo pesado de su Hijo, se refiere a un clamor similar. Una situación que amerita una respuesta urgente.
¿Cuál es el clamor de hoy? ¿Qué es lo que debería constituir el eje de nuestra oración? ¿Dónde estamos llamados a hacer realidad nuestro carisma?
Abraham esperaba que su oración fuera escuchada porque tenía una relación especial con Dios. Aún más, la Santísima Virgen, como la “Reina Madre”, podía contar con una escucha favorable de parte de su Hijo. Pero ella también necesitaba una respuesta de parte de su pueblo: sumisión, conversión, confianza.
Jesús nos anima a rezar con confianza. Esto no significa que seamos merecedores de todo lo que le pedimos al Señor. Dios, a quien Jesús compara con un padre amoroso, sabe lo que es mejor para nosotros.
Dicho eso, Dios toma la iniciativa, como San Pablo escribe: “Ustedes estaban muertos a causa de sus pecados y de la incircuncisión de su carne, pero Cristo los hizo revivir con Él, perdonando todas nuestras faltas. Él canceló el acta de condenación que nos era contraria”.
De hecho, por medio de las pruebas de la vida, Dios puede estar llevándonos por la senda de la oración, sea que nos demos inmediatamente cuenta de ello o no, y puede que así él se comunique con nosotros y nos dirija en el proyecto que nos tiene preparado. Por lo tanto, seamos insistentes en la oración y en vivir a pleno nuestra vida de fe.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Hospitalidad
(16to Domingo Ordinario: Génesis 18:1-10; Colosenses 1:24-28; Lucas 10:38-42)
En el espíritu de las palabras de María, "Acérquense, hijos míos, no tengan miedo”. Te damos la bienvenida una vez más a nuestra reflexión semanal. Siéntete como en casa.
Abraham, en la primera lectura, es un modelo de hospitalidad. Fue corriendo al encuentro del Señor y de sus compañeros, hizo que se sintieran cómodos, y les preparó una comida de fiesta. En nuestra propia experiencia, ¿no forman acaso la comida y la bebida casi siempre una parte de los acontecimientos especiales?
En Mateo 25, Jesús subrayó la importancia de colmar las necesidades de los demás, comenzando con la comida para el hambriento y la bebida para el sediento. Recordemos que él lavó los pies de sus discípulos durante la Última Cena, y les dio preciosas comida y bebida que con gratitud nosotros seguimos recibiendo hasta el día de hoy.
Como reconciliadores, nosotros también somos conscientes de las obras espirituales de misericordia, mientras nos esforzamos en ayudar a la gente a entender la verdad del amor y de la misericordia de Dios, y de su deseo de atraernos hacía sí. Necesitamos tener buena disposición de nuestra parte, con paciencia guiando, instruyendo, reconfortando, amonestando, etc. Ayuda mucho el ponernos en el lugar de las personas a las que llegamos.
Como San Pablo se describe a sí mismo en la segunda lectura, nosotros también somos ministros de una gracia que estamos ansiosos de compartir. A veces lo hacemos juntos, en un esfuerzo común. Pero cada uno de nosotros es único, necesitamos adaptar nuestro servicio a nuestra propia personalidad y a nuestros dones.
En esto, Marta y María en los evangelios son un ejemplo excelente. Según el evangelio de Juan, Jesús fue un huésped habitual en la casa de ellas. No debemos pensar que Marta nunca escuchó a Jesús o que María nunca ayudó con los quehaceres. Esta vez, sin embargo, ellas mostraron la misma hospitalidad de maneras distintas.
Alguien tenía que asegurarse de que la comida fuera preparada. Marta asumió esa responsabilidad.
Alguien tenía que hacer que Jesús se sintiera bien recibido y ser atento con el de otra manera. Es poco probable que María haya sido la única persona sentada allí, escuchándolo hablar, pero Jesús reconoció que su presencia en aquel lugar y momento era la elección correcta. Algo que él supo valorar.
La Bella Señora se involucró en las necesidades materiales y espirituales de su amado pueblo. Pero primero tenía que invitar a los niños a acercarse a ella. Para llevar a cabo nuestro ministerio, necesitamos hacer lo mismo.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
La respuesta obvia
(15to Domingo Ordinario: Deuteronomio 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)
En la primera lectura, Moisés afirma que la ley no está por encima de la capacidad de su pueblo tanto de conocerla como de obedecerla. María en La Salette se refiere a algunos de los más simples y más obvios requerimientos de la vida cristiana y católica. Ambos parecen afirmar lo que es obvio.
En el evangelio de hoy, un experto en leyes es desafiado por Jesús a encontrar una respuesta personal a la pregunta acerca de cómo alcanzar la vida eterna. Él no lo duda. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”. Bastante obvio, realmente.
Moisés habla de “Este mandamiento que hoy te prescribo”. Prescribir significa imponer, animar, amonestar, incitar, etc. Implica una expectativa de cumplimiento. María espera lo mismo, no solamente de Melania y Maximino, sino de todos aquellos que algún día escucharan sus palabras.
La observancia de la ley acarrea consigo ciertas recompensas. El texto del Deuteronomio de hoy continúa con un pasaje en el cual se le recuerda al pueblo las bendiciones que les llegan a aquellos que obedecen los mandamientos. Jesús en el Evangelio dice, “Obra así y alcanzarás la vida”. En La Salette, la Bella Señora promete que el hambre terminará para aquellos que se sometan a su hijo.
Sin embargo, hacer las cosas con vistas a recibir una recompensa, no es una manera adecuada de cumplir el gran mandamiento. Mientras más perfectamente amemos a Dios, más natural será para nosotros vivir según su ley.
Miremos a Jesús en su pasión. Él amó a su Padre con todo su corazón, atravesado a causa de nuestros pecados, como sangre y agua que se derrama; con toda su alma, se sometió completamente a la voluntad del Padre en el Jardín de Getsemaní; con todas sus fuerzas al cargar la cruz; con todo su espíritu cuando oraba incluso por sus enemigos.
María, al pie de la cruz, unió su amor al de él. En La Salette, ella no pidió nada para sí misma. Era algo natural en ella velar por las necesidades de su pueblo. Cosas obvias que ella tenía que hacer.
¿Qué debemos hacer nosotros para heredar la vida eterna? Amar al Señor, nuestro Dios… amar a nuestro prójimo… Ve, y procede tú de la misma manera. ¿Es acaso algo superior a nuestras fuerzas o fuera de nuestro alcance?
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
La alegría y la gloria de los misioneros
(14to Domingo Ordinario: Isaías 66:10-14; Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-12, 17-20)
[NOTA: La siguiente reflexión está dedicada con mucho cariño a la memoria del Obispo Donald Pelletier, M.S., 90 años, misionero de toda una vida en Madagascar, que murió atropellado por un coche el 4 de junio de 2022, al tiempo en que se preparaba esta reflexión.]
En el Evangelio de hoy Jesús les encargó a los setenta y dos discípulos que lo precedieran en los pueblos y ciudades donde él iba a ir. Les proveyó con instrucciones específicas en cuanto al cómo, el qué, el dónde, etc., de su misión. Ellos ya habían pasado un tiempo significativo en su compañía, ya estaban listos, y partieron.
La misión fue un éxito, así lo leemos: “Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre’”. Los Misioneros de La Salette, las Hermanas y Laicos no son ajenos a esta experiencia. Ya sea en tierras y lenguas desconocidas, o en nuestros propios pequeños mundos, conocemos la experiencia de llevar el mensaje de paz y de promesa, especialmente cuando este es bien recibido.
Pero Jesús también vio la posibilidad de fracaso, y les dijo a sus discípulos lo que hay que hacer en ese caso. San Pablo otorga más instructivos en la segunda lectura; “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”.
Aquí es bueno para nosotros recordar una vez más que toda la luz gloriosa de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette emanaba del crucifijo que descansaba sobre su corazón. Cuando experimentamos el fracaso o el rechazo en nuestra misión de reconciliación, podemos imaginarnos a nosotros mismo inmersos en aquella misma luz.
Dicho aquello, el tema dominante de la liturgia de hoy es la alegría. La primera lectura pone la base. Isaías tiene la visión del retorno de los exiliados a Jerusalén, y los compara con un bebé que amamanta exuberante en los pechos de su madre – ¡una imagen de perfecta felicidad!
El Salmista retoma el tema: “¡Aclame al Señor toda la tierra!”, y luego procura decirlo de tantas maneras como puede una y otra vez.
Naturalmente nos llenamos de gozo cuando nuestros esfuerzos misioneros producen fruto. Pero no nos olvidemos de las palabras de Jesús, “No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”. Y hay un consuelo extra para nosotros, si nos hiciera falta, es que nuestros nombres estén escritos en el corazón de la Bella Señora.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
¿Cuál yugo?
(13er Domingo Ordinario: 1 Reyes 19, 16-21; Gálatas 5, 1, 13-18; Lucas 9, 51-62)
Cualquiera que haya visitado una granja tradicional conoce lo que es un yugo: una estructura de madera que se coloca sobre el cuello del animal, para arar o jalar cosas pesadas. Normalmente dos animales son amarrados juntos al mismo yugo, compartiendo la carga. Esto es parte del cuadro que nos presenta la primera lectura.
Sin embargo, San Pablo, usa el término en un sentido figurado. “Ésta es la libertad que nos ha dado Cristo. Manténganse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud”. Prosigue diciendo que si abusamos de nuestra libertad, entonces no somos libres.
¿Te recuerda esto de un dicho de Jesús? No está en el Evangelio de hoy, sino en Mateo 11, 30: “Mi yugo es suave y mi carga liviana”. Esto se entiende normalmente como el yugo que Jesús coloca sobre nuestros hombros. Pero otra posible lectura es que él nos está invitando a llevar su yugo con él, a compartirlo mientras llevamos su carga.
Como fuere, se requiere una correcta sumisión, un deseo de conocer su voluntad y las ansias de cumplirla. Esto significa, en un sentido, el intercambio de un yugo por otros. En La Salette, María ofrece una alternativa; un sometimiento humilde a los simples requerimientos de la fe, o un sometimiento a regañadientes a un sufrimiento sobre el cual no tenemos ningún control.
En el Evangelio de hoy, tres personas diferentes deciden seguir a Cristo. En el tercer caso Jesús usa una imagen de granja, muy parecida a la de la primera lectura; “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”.
San Pablo también trae a tono otra dimensión de la conversión; “Toda la Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Esto es muy parecido a lo que escribe en el siguiente capítulo de su carta: “Ayúdense mutuamente a llevar las cargas, y así cumplirán la Ley de Cristo”.
Es difícil para nosotros cambiar, y con frecuencia cargamos con el peso del pecado. La Iglesia nos ofrece el sacramento de la Reconciliación para quitar ese peso, y para que retornemos a nuestra libertad en Cristo. La bella Señora no habló de esto, pero tenía la misma resolución en su mente.
Hay otra imagen muy fuerte en la primera lectura que no queremos omitir, la del manto de Elías, que simboliza el traspaso de su rol profético. ¿Acaso María no extendió su manto sobre nosotros?
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
La Salette, una Bendición
(Corpus Christi: Génesis 14:18-20; 1 Corintios 11:23-36; Lucas 9:11-17)
“Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan, ... que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos”. Son las palabras que el sacerdote recita en todas las misas en el momento del ofertorio.
Esta es una oración tan antigua, (que también se refleja en la tradición judía) que uno se siente tentado a pensar que cuando Jesús, en el Evangelio, “pronunció la bendición” sobre los panes y pescados, y sobre el pan y el vino en la Última Cena, él pudo haber usado palabras casi idénticas a estas.
Melquisedec en la primera lectura, reza en similares términos, “¡Bendito sea Abrám de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra!” y luego añade, “¡Bendito sea Dios, el Altísimo!” ¿Quién está bendiciendo a quién? Nosotros podemos entender que Dios nos bendiga, pero ¿cómo podemos nosotros bendecir a Dios?
El verbo hebreo “bendecir” está relacionado con el sustantivo hebreo que significa “la rodilla”. Cuando bendecimos a Dios, estamos doblando las rodillas ante él, un gesto de adoración. Pero en este caso, ¿cómo es que Dios pueda bendecirnos, puesto que no es posible que nos adore?
Cuando nos bendice, Dios “dobla la rodilla” para descender a nosotros en nuestras necesidades, tal como nosotros podemos arrodillarnos al lado de una persona que se ha caído.
En la solemnidad de hoy damos gracias por la Eucaristía – cuyo significado es precisamente “acción de gracias” – y por el sacerdocio que hace posible que la Iglesia cumpla el mandato de Jesús, “Hagan esto en memoria mía”.
La mayoría de nosotros podemos ir a Misa diariamente si lo deseamos. Pero en muchas partes del mundo los fieles no pueden recibir la Eucaristía diariamente ni siquiera semanalmente, sino solamente cuando el sacerdote pasa de vez en cuando. Entonces los fieles tienen que recorrer muchos kilómetros. (Por favor, reza por las vocaciones sacerdotales).
Aquellos a los que Nuestra Señora de La Salette llamó “mi pueblo” habían caído tan bajo que no fueron capaces de reconocer el don de la Eucaristía, aunque para ellos era fácil llegar a la Iglesia local. Así María, habiendo tantas veces doblado sus rodillas ante su Hijo por nosotros, vino a nosotros con la esperanza de elevarnos como pueblo a una vida digna del nombre de cristianos.
Por medio de la Bella Señora, Dios nos ha bendecido. Hay muchas maneras por medio de las cuales nosotros podemos bendecirle también a él.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.
Fe, Paz, Gracia, Esperanza
(Santísima Trinidad: Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)
En su oración un asombrado salmista le pregunta a Dios, ¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Esta es una pregunta muy importante, que nos deberíamos hacer de nuevo al leer las últimas palabras de la primera lectura, cuando la Sabiduría, la colaboradora de Dios en la creación, declara, “Mi delicia era estar con los hijos de los hombres”.
Podríamos hacernos la misma pregunta acerca de Nuestra Señora de La Salette. ¿Por qué le deberíamos importar? ¿Por qué se ocupa tanto de nosotros, cuando ella misma nos dice que nunca podríamos recompensarle? Y fue obvio en su aparición que ella no sintió alegría por su pueblo, sino un motivo para llorar.
¿Qué tiene que ver esto con la Trinidad? El Hijo de Dios, su Hijo, es visible sobre el pecho de María. El Espíritu, que como Jesús dice en el Evangelio, “los introducirá en toda la verdad” puede ser percibido en el mensaje y en la misión de los niños. Y es, por supuesto, el Padre, no María, el que santificó el séptimo día y se lo reservó para sí mismo.
Aquellas conexiones, sin embargo, no son necesariamente las más importantes. La segunda lectura puede ser aún más relevante. Pablo, inspirado por el Espíritu, escribe: “Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”.
María vino a revivir nuestra fe y nuestra esperanza, a restaurar nuestra paz, y a renovar nuestro acceso a la gracia, al llevarnos de nuevo a la participación de los sagrados misterios y a una relación amorosa y orante con Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu. ¿Acaso no deberíamos estar agradecidos por esta dedicación, deleitándonos en aquel que se deleita en nosotros?
Toda la historia de la salvación gira en torno a esta realidad. De toda la creación, la raza humana es la favorita de Dios. No es de extrañarse – y sin embargo ¡es una cosa tan maravillosa! – que él se manifieste a nosotros de tantas maneras, incluso al revelarnos la Trinidad.
La Bella Señora, también, ha emprendido grandes trabajos por nosotros. ¿Cómo podría ella olvidar las circunstancias en las que Jesús le encomendó su “pueblo”? Tampoco nosotros debemos olvidar aquel momento.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.