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Perdido. Encontrado. Alegre.

(24to Domingo Ordinario: Éxodo 32:7-14; 1 Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-32)

Hoy la Iglesia nos ofrece todo el capítulo quince del Evangelio de Lucas. Este contiene tres parábolas relacionadas con algo que se había perdido, todo en repuesta a una sola critica de los fariseos y escribas: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. El tema en cada caso es: Hay “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”.

El pecado es evidente también en las otras lecturas. La ira de Dios estalló cuando vio a su pueblo adorando al becerro de metal fundido. Moisés le recordó el juramento que le hizo a Abraham, Isaac y Jacob, y “el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo”. 

EL Salmo 106:23 resume este episodio de la siguiente manera: “El Señor amenazó con destruirlos, pero Moisés, su elegido, se mantuvo firme en la brecha para aplacar su enojo destructor”. Así han sido entendidas las palabras de María en La Salette – desde el principio –, cuando se refiere al brazo de su Hijo, aunque en el presente varias explicaciones con más matices también se han ido proponiendo.

San Pablo es profundamente consciente de su pecaminoso pasado como perseguidor, y de la misericordia que Dios le ha mostrado. La transformación ha sido notable, y Pablo está deseoso de esparcir el mensaje de que “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”. Esto quiere decir que aquellos que reconocen su pecaminosidad pueden confiar en una respuesta misericordiosa. La Bella Señora hace que su pueblo tome conciencia de sus pecados, precisamente en vistas de ofrecerle la esperanza del perdón.

En las dos primeras parábolas, el concepto de pecado no puede aplicarse directamente a una oveja o a una moneda; pero Jesús equipara el ser pecador a estar perdido. 

En la tercera, por otro lado, quizá la más valorada de todas las parábolas, se relata en detalle el pecado del hijo más joven, y las profundidades de la desgracia en las que cae. Otra diferencia importante es que el padre no va a buscar al hijo, sino que en su misericordia vigila y espera.

La Santísima Virgen de La Salette no podía esperar más. La urgencia de su mensaje es clara. Su pueblo estaba perdido. Ella vino a encontrarlo, para que este pudiera a su vez encontrarse con su Hijo y ser recibido por él con alegría. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Planificación Cuidadosa

(23er Domingo Ordinario: Sabiduría 9:13-18; Filemón 9-17; Lucas 14:25-33)

Generalmente la primera lectura es seleccionada por tener alguna conexión con el Evangelio del día. Pero hoy es difícil ver que este sea el caso.

Cuando Jesús nos dice que hay que despreciar a nuestros padres, hermanos y a nosotros mismos, tendemos naturalmente a pensar que lo que está diciendo no es para tomarse literalmente. ¿Acaso no había predicado el amor a los enemigos? Seguramente este es uno más de sus enigmáticos dichos.

Puede ser, pero no es tan extraño como aparenta. Las dos parábolas cortas sobre la construcción de una torre y la preparación para la batalla tratan de lo mismo. No tendría sentido comenzar a construir sin estar seguro de tener los medios para terminar el trabajo, sería una tontería reunir al ejercito si hay pocas esperanzas de alcanzar la victoria. Es una cuestión de sabiduría humana.

En esto radica la conexión con la lectura del libro de la Sabiduría, la cual es parte de una muy larga oración atribuida a Salomón. “Los pensamientos de los mortales son indecisos y sus reflexiones, precarias”, él dice. Sin el don de la sabiduría, Salomón no hubiera podido esperar gobernar bien; pero confió en que el Señor lo guiaría. 

Todas las grandes culturas han tenido maestros de sabiduría. Algunos filósofos han ejercido una profunda influencia en sus sociedades; muchos de los antiguos pensadores todavía son estudiados y analizados en nuestro propio tiempo, mientras tanto, nuevas filosofías se esfuerzan por encontrar su lugar en la historia del pensamiento.

Jesús fue también un sabio maestro, pero era más que eso. Insistió en que sus seguidores deben confiar solamente en él; deben estar preparados para darse totalmente a él, aún si esto significara cargar una cruz. Esta no es una filosofía abstracta, sino una clase de sabiduría de tipo práctico. 

También vemos esto en el discurso de Nuestra Señora de La Salette. Ella usa ejemplos concretos – la violación de los mandamientos por parte de su pueblo, las consecuencias de la desobediencia, la esperanza en la abundancia, la presencia constante y amorosa de Dios en nuestras vidas – para enseñar la lección de lo que es el verdadero discipulado.

En el salmo de hoy rezamos: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”. Al encomendarnos la tarea, la Bella Señora no tenía la intención de asustarnos sino más bien de ayudarnos a pensar en una planificación cuidadosa para vivir nuestro compromiso cristiano.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Ultimo Sitio

(22º Domingo Ordinario: Sirácides 3: 17-29; Hebreos 12:18-24; Lucas 14:7-14)

Al aparecerse en Los Alpes, María acató lo que manda la primera lectura: “Cuanto más grande seas, más humilde debes ser”. Ella no eligió el “último sitio” geográficamente hablando. Sin embargo, llegó a asociarse a personas humildes (no solamente a dos niños sin instrucción sino, hablando de manera más general, a las personas de la región). 

La vida en las montañas nunca ha sido fácil. Aquel año, 1846, había sido más difícil que de costumbre. Con el trigo y las papas arruinados, los habitantes de la región tenían toda razón para alarmarse. Mientras que los granjeros en otras áreas con buenas cosechas comenzaban a acaparar y a especular con precios muy altos para los pobres. Hasta el Sr. Giraud, padre de Maximino que estaba un poco mejor que algunos de sus vecinos, empezó a preocuparse.

Nuestro nivel de vida es importante para nosotros. Por más que admiremos a San Francisco de Asís o a otros santos por abrazar deliberadamente la pobreza como estilo de vida, pocos de nosotros nos sentimos atraídos a imitarlos.

Podríamos, bajo ciertas circunstancias, estar dispuestos a aceptar cierto declive en nuestras fortunas. Pero de manera espontánea no seríamos capaces de “colocarnos en el último sitio”. Aun las personas que deciden llevar una vida más simple se encuentran generalmente en condiciones de garantizar que sus deseos y necesidades queden cubiertos.

Melania vino de una familia desesperadamente pobre. Sus padres realmente no tenían otra opción que mandarla fuera de casa desde los ocho años, para ir a trabajar en las granjas de la región de Corps, así tendrían una boca menos que alimentar, al menos durante el verano. Su casa estaba en la más alejada y pobre de las calles del pueblo, el último sitio. En una ciudad grande hubiera sido una villa miseria.

Al elegirla, la Santísima Virgen en cierto sentido la sacó de ese mundo, le concedió una dignidad que nunca hubiera podido alcanzar de otro modo. ¿Quién hubiera podido imaginar que su nombre sería recordado por más de 100 años después de su muerte?

Melania no se hizo rica. Puso su confianza en la generosidad de los demás a lo largo de su vida. Ella podría aplicarse a sí misma las palabras del Magnificat: “Miró con bondad la pequeñez de su servidora”. Si no hubiera sido tan humilde, no hubiera podido ser elegida.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Frutos de Paz y Justicia

(21er Domingo Ordinario: Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-13; Lucas 13:22-30)

El autor de la carta a los Hebreos da muestras de sentido común cuando escribe, “Toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría”. ¿Quién de nosotros no ha tenido tal experiencia? Padres, profesores, jefes, y otros tienen la responsabilidad de señalarnos los errores y las fallas, y hacer lo que sea necesario para corregirlos.

La Santísima Virgen se encontró a sí misma en esta posición. Su pueblo necesitaba ser corregido por muchos motivos. Los pecados específicos que ella nombró, lejos de tratarse de una lista completa, consistían en una lista de síntomas que apuntaban a una enfermedad espiritual. 

Su propósito era el de presentar un diagnóstico y una cura. La enfermedad era severa, por lo tanto, el tratamiento tenía que ser agresivo, comenzando con una píldora amarga: la sumisión.

En tiempos de los profetas, esto tomó la forma del exilio. Y como no hay mal que por bien no venga, Isaías vio el lado positivo. “Yo les daré una señal, y a algunos de sus sobrevivientes los enviaré a las naciones que no han oído hablar de mí ni han visto mi gloria. Y ellos anunciarán mi gloria a las naciones”. Como resultado pueblos de muchas naciones vinieron hacia el Señor.

En el tiempo del exilio fue cuando el pueblo de Dios regresó a su fe. Desafortunadamente, como leemos en el Evangelio de hoy, Jesús previó un tiempo en que gente de todas partes del mundo entraría el reino de Dios, mientras que su propio pueblo sería expulsado; no sería reconocido cuando buscó ser admitido.

La Bella Señora nos habla de que mejores resultados son posibles para aquellos que toman en serio su mensaje. La disciplina que ella propone, como la mencionada en Hebreos, “produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella”.

Isaías profetizó el retorno de los exiliados a la Santa Montaña de Dios. La frase “Santa Montaña” aparece unas veinte veces en el Antiguo Testamento. Para los Misioneros de La Salette, las Hermanas y los Laicos, la “Santa Montaña” se refiere invariablemente al lugar en los Alpes Franceses donde se apareció María.

En su Santa Montaña ella invita a diferentes clases de exiliados a regresar, no a un lugar en particular sino al Señor mismo, quien santifica cualquier lugar de su elección, donde pueden encontrar frutos de paz y justicia. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Lamento de María

(20mo Domingo Ordinario: Jeremías 38:4-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)

Típicamente en el libro de Jeremías se encuentran lamentos. El libro de las Lamentaciones tradicionalmente se atribuye a él, y ningún otro profeta se había opuesto tanto a su misión o llegó a ser tan infeliz en su vocación como él.

Partes del mensaje de Nuestra Señora de La Salette tienen el toque de Jeremías. Ella se queja de la aparente inutilidad de sus esfuerzos en favor de su pueblo: “…y ustedes no hacen caso’.

En Jeremías 14:17 leemos: “Que mis ojos se deshagan en lágrimas, día y noche, sin cesar, porque la virgen hija de mi pueblo ha sufrido un gran quebranto, una llaga incurable”. Del mismo modo la Bella Señora llora por su pueblo – pero también por su Hijo crucificado, cuya imagen lleva sobre su corazón.

La cruz era un instrumento no sólo de tortura sino de vergüenza, tal como la carta a los Hebreos lo afirma muy claramente: “Soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia”.

Crucificado junto a verdaderos criminales cerca de una de las entradas a la ciudad, indefenso, objeto de burla, desnudo ante los ojos de los transeúntes, Jesús sufrió de humillaciones que difícilmente podemos imaginar. Esto era parte del bautismo que tenía que recibir, del cual leemos en el evangelio.

La imagen de Cristo crucificado es el símbolo más poderoso del amor de Dios por nosotros. Pero Jesús mismo reconoció que muchos lo rechazarían, y que la fe en él traería la división. Esto no es menos cierto hoy que en aquel entonces.

Tal vez esta es la razón por la cual muchos cristianos llevan una cruz, “el emblema del sufrimiento y de la vergüenza” como dice un famoso himno norteamericano. Sabemos que no somos dignos de este gran don ganado por Jesús en nuestro favor. El soportó la cruz, y no hay que tener vergüenza en ser discípulo suyo.

Maximino dijo que lo primero que pensó al ver a la Señora fue que había sido maltratada y huyó a la montaña para “llorar su dolor”. Sí, los ojos de María se llenaron de lágrimas en La Salette. Vivamos de tal manera que podamos consolar su afligido corazón. 

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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El Tesoro de la Fe

(19no Domingo Ordinario: Sabiduría 18:6-9; Hebreos 11:1-2, 8-19; Lucas 12:32-48)

“¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él se eligió como herencia!” Esta frase del Salmo de hoy encuentra su resonancia en nuestra segunda lectura: “Dios no se avergüenza de llamarse «su Dios»”.

Esto, como el autor de la Carta a los Hebreos insiste, se debe a que Abraham y otros patriarcas obraron “por la fe”. Las generaciones posteriores no fueron tan fieles. El Salmo 96 expresa la frustración de Dios con su pueblo durante su caminar por el desierto: “Cuarenta años me disgustó esa generación, hasta que dije: «Es un pueblo de corazón extraviado, que no conoce mis caminos”.

Esto es lo que encontramos en La Salette. María llora por los sufrimientos de su pueblo, es cierto, pero también por sus corazones descarriados. Se habían olvidado del privilegio de llamarse hijos elegidos.

Dios se eligió un pueblo para sí mismo; Los trató como su herencia personal. Esperaba con razón que ellos lo reconocieran a su vez como su mayor tesoro. “Yo seré su Dios y ustedes serán mi Pueblo” es uno de los temas recurrentes más importantes en la Biblia.

Vemos que esto se cumple en la liberación de los descendientes de Abraham de la esclavitud. Nuestra lectura del libro de la Sabiduría afirma que eran valientes precisamente porque conservaban la fe en las promesas de Dios.

Es casi un misterio que los creyentes puedan perder la fe. Pudiera significar que la  fe no se había convertido en sufe; en otras palabras, es una fe no es profundamente personal. Cuando la práctica religiosa se convierte en una rutina, deja de nutrir el alma. Uno no es capaz de reconocer los dones ofrecidos por medio de los Sacramentos.

O, podría significar que nosotros no deseamos aceptar las exigencias morales que una vida de fe nos pone en frente. Estas eran, por ejemplo, la mayor parte de las luchas que San Agustín debió enfrentar antes de bautizarse. Hay también muchos desafíos que ponen a prueba nuestra fe.

Jesús dice, “Allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” No hay duda de que el tesoro de la Bella Señora es: “Mi pueblo… Mi Hijo”. En sus palabras y en sus lágrimas, nos revela su amor perdurable por ambos. Es aquel amor que la motivó a venir y llamarnos a una vida en la fe, para apreciar aquel tesoro que es el nuestro.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Pensar en las Cosas de Arriba

(18vo Domingo Ordinario: Eclesiastés 1:2, y 2:21-23; Colosenses 3:1-11; Lucas 12:13-21)

Todas las lecturas de hoy nos advierten acerca de la avaricia y la confianza en nuestras posesiones. San Pablo resume de manera sucinta estos pensamientos: “Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra”.

Y con todo, la mitad del mensaje de Nuestra Señora de La Salette tiene mucho que ver con las cosas de la tierra: nueces carcomidas, uvas podridas, trigo y papas arruinados o potencialmente abundantes y, lo peor de todo, la muerte de los niños pequeños. 

Difícilmente ella hubiera podido decirle a su pueblo que no se preocupara por esas cosas. Ella lloró con ellos. Lo que era importante para ellos lo era para ella. Aquellas cosas no eran superficiales.

Aun así, ella enfatiza que el error de su pueblo está en no pensar en las cosas de arriba. Mucho antes de que comenzara el hambre, pareciera que Dios no era muy necesario en sus vidas. La religión se había convertido en un asunto de “algunas mujeres ancianas”.

En el Salmo de hoy rezamos: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”. Esto significa vivir en la presencia de Dios, no en un constante miedo a la muerte. Dos capítulos después de la “Vanidad de Vanidades” en Eclesiastés, leemos que hay un “un tiempo para nacer y un tiempo para morir”.

La Bella Señora sabe que, entre el nacimiento y la muerte, la vida está llena de cosas que nos atemorizan; pero, cerca de ella, no hay porqué tener miedo. Bajo su guía, podemos alcanzar la sabiduría del corazón. Y sí, no es una contradicción decir que ella nos enseñará el temor del Señor.

Sirácides 1:12 es uno de los tres versículos en la Biblia que nos dice, “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”. Pero si leemos todo el capítulo, sabremos que el temor del Señor es la sabiduría en su plenitud, la corona, y la raíz; que “deleita el corazón, da gozo, alegría y larga vida”; y es “gloria y motivo de orgullo, es gozo y corona de alegría”.

¿Que podría ser más deseable?

Las primeras palabras de la Bella Señora, “Acérquense, hijos míos, no tengan miedo” marcaron el tono de todo los que dijo después. Conforme leemos cada porción del mensaje, aunque nos cause angustia, debemos seguir escuchándolo, “No tengan miedo… no tengan miedo…” Hacerlo, nos ayudará a pensar con serenidad y con paz en las cosas de arriba.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Orar con Persistencia

(17mo Domingo Ordinario: Génesis 18:20-32; Colosenses 2:12-14; Lucas 11:1-13)

“Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”, —dijo María en La Salette. “Por más que recen, hagan lo que hagan, nunca podrán recompensarme por el trabajo que he emprendido en favor de ustedes”.

La súplica de Abraham por los inocentes que pudieran morir durante la destrucción de Sodoma y Gomorra es persistente, por lo menos. Su oración es atrevida: “¡Lejos de ti hacer semejante cosa! … Me tomo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor”.

Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a rezar, en primer lugar, les indicó el tipo de cosas por las que deberíamos orar. Luego, con la parábola del amigo inoportuno, enfatizó la necesidad de perseverar en la oración, rezar con audacia. Al terminar les inspiró confianza al decirles: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”.

San Pablo habla de un acta de condenación con una fianza en contra nuestra. En este contexto, se refiere a una obligación legal, que si no es honrada conlleva la pérdida de dinero o de alguna otra cosa de valor, aún hasta la propia vida. Por medio de la muerte y la resurrección de Jesús, Dios dio por saldada dicha fianza y nos perdonó de todos los pecados.

Esto no significa que los cristianos ya no tengan más obligaciones. Tienen el deber de ser fieles al Dios que envió a su Hijo para salvarlos, necesitan conocer su voluntad y hacer lo mejor a su alcance para cumplirla.

Pero desafortunadamente, no siempre ha sido así. Lo que la Bella Señora vio en su pueblo es la falta de respeto por su Hijo y, aún más, por las cosas de Dios. No es para sorprenderse que haya hablado específicamente de la oración—la de ella y la nuestra.

Hablando a dos niños carentes de instrucción, ella les planteó las cosas de manera sencilla: un Padre Nuestro y un Ave María, y más cuando puedan. Pero la oración realmente debería ser más como la de ella. Debemos ser conscientes de lo que está sucediendo en y alrededor de nosotros, y llevar constantemente nuestras preocupaciones y sentimientos ante el Señor, como el salmista que, hoy, ofrece una oración de acción de gracias, pero a veces grita desolado, o se queja, o pide perdón, etc., etc., etc.

Nuestra Señora de La Salette, Reconciliadora de los pecadores, ¡Ruega siemprepor nosotros que recurrimos a ti!

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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Acoger la Palabra de Dios

 (16to Domingo Ordinario: Génesis 18:1-10; Colosenses 1:24-28; Lucas 10:38-42)

 “Él es a quien proclamamos, aconsejando a todos y enseñando a todos la verdadera sabiduría, a fin de que todos alcancen su madurez en Cristo”. Tres veces Pablo escribe: todos. Las traducciones pueden variar, pero eso es lo que dice el texto griego original.

¿Por qué tanta insistencia?  Porque nadie debe ser excluido de escuchar la Buena Nueva. Todos deben tener la oportunidad de creer y de perseverar en la fe, “como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable”, tal como Pablo escribe en el versículo 22 del mismo capítulo. 

Esta misma idea queda plasmada de alguna manera en el relato evangélico sobre Marta y María.Escuchar la Palabra de Dios es “la mejor parte”, lo prioritario. Algo que a nadie se le puede impedir hacer.

Como ustedes saben, Nuestra Señora de La Salette también puso énfasis a sus palabras finales repitiendo, “Bueno, hijos míos, háganlo conocer a todo mi pueblo”. En una ocasión le preguntaron a Melania sobre cómo ella entendía esa expresión. ¿Se refería solamente a la gente de los alrededores? Ella respondió, “yo no lo sé… Todos, supongo”.

Ella estaba en lo correcto por supuesto.  Hoy las palabras de María se conocen en todas las esquinas del globo. 

La Bella Señora tenía algo importante para contarles a los niños. Por lo tanto, les invitó a acercarse a ella. El temor que ellos tenían se desvaneció y, atraídos por aquella luz, estaban preparados para escuchar la gran noticia. “Bebíamos sus palabras”, dijeron.

La Salette tiene sus opositores. Es una pena, pero nadie está obligado a creer en las apariciones. Lo que es triste, sin embargo, es que en todas las épocas aparecen aquellos que tratan de impedir que el Evangelio sea predicado. Pablo mismo fue puesto en prisión. Desde allí escribió, “Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Esta es la Buena Noticia que yo predico, por lo cual sufro y estoy encadenado como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada”.

La hospitalidad (tal como la vemos hoy en Génesis y Lucas) significa acoger a los demás con calor y generosidad. Si nuestra vida cristiana refleja esta actitud hacia todos, si, como María, invitamos a todos a ‘acercarse’, tal vez les ayudemos a recibir la Palabra también.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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La Ley de la Reconciliación

(15toDomingo Ordinario: Deuteronomio. 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)

Hoy tenemos para elegir entre dos Salmos Responsoriales. El Salmo 69 nos invita a volver a Dios en tiempos difíciles; el Salmo 19 canta una alabanza a la Ley del Señor. Ambos le hablan a un corazón Saletense.

La Bella Señora describe el comportamiento de su pueblo que se enfrenta a la amenaza del hambre: “Cuando encontraban las papas arruinadas, juraban, mezclando el nombre de mi Hijo”. En esta situación, el lenguaje blasfemo pareciera surgir más espontáneamente de que la oración. 

La Ley era uno de los más grandes dones que Dios le concedió a su pueblo elegido, un motivo de orgullo. El salmista lo reconoce como tal en muchas otras partes, de una manera notable en el Salmo 147: “Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos” Moisés insiste: “Escucharás la voz del Señor, tu Dios, y observarás sus mandamientos y sus leyes”.

Pero María había visto que su pueblo no amaba a Dios con todo su corazón, ni con todo su ser, fuerza y mente.

Su solución para esta situación se nos presenta en lo que hoy podríamos llamar: “enfoque multimedia”. Está el mensaje, por supuesto. Pero sus lágrimas expresan lo que no pueden las palabras. La luz contrasta con la oscuridad que ella describe. Y, lo más importante de todo, el crucifijo que lleva sobre su pecho nos recuerda, como leemos en San Pablo hoy, que Dios, por medio de Jesús: “quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz”.

Al final de la parábola del Buen Samaritano, Jesús dice: “Ve, y procede tú de la misma manera”. Es decir: “no te andes preguntando, ¿Quién es mi prójimo? Mejor pregúntate, ¿De quién puedo yo ser prójimo?”

Esta es una invitación a ir más allá de la Ley. El espíritu de la reconciliación no está limitado a ciertas personas o a la observancia de ciertos preceptos. 

El mensaje de La Salette no se enfoca directamente sobre tema del “prójimo”. Pero cuando contemplamos la visita de La Santísima Virgen viniendo en ayuda nuestra y mostrándonos el camino, ¿cómo podríamos dejar de escuchar la invitación que nos hace de ir y hacer lo mismo?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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