La alegría y la gloria de los misioneros

(14to Domingo Ordinario: Isaías 66:10-14; Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-12, 17-20)

[NOTA: La siguiente reflexión está dedicada con mucho cariño a la memoria del Obispo Donald Pelletier, M.S., 90 años, misionero de toda una vida en Madagascar, que murió atropellado por un coche el 4 de junio de 2022, al tiempo en que se preparaba esta reflexión.]

En el Evangelio de hoy Jesús les encargó a los setenta y dos discípulos que lo precedieran en los pueblos y ciudades donde él iba a ir. Les proveyó con instrucciones específicas en cuanto al cómo, el qué, el dónde, etc., de su misión. Ellos ya habían pasado un tiempo significativo en su compañía, ya estaban listos, y partieron.

La misión fue un éxito, así lo leemos: “Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos de gozo: ‘Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre’”. Los Misioneros de La Salette, las Hermanas y Laicos no son ajenos a esta experiencia. Ya sea en tierras y lenguas desconocidas, o en nuestros propios pequeños mundos, conocemos la experiencia de llevar el mensaje de paz y de promesa, especialmente cuando este es bien recibido.

Pero Jesús también vio la posibilidad de fracaso, y les dijo a sus discípulos lo que hay que hacer en ese caso. San Pablo otorga más instructivos en la segunda lectura; “Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”.

Aquí es bueno para nosotros recordar una vez más que toda la luz gloriosa de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette emanaba del crucifijo que descansaba sobre su corazón. Cuando experimentamos el fracaso o el rechazo en nuestra misión de reconciliación, podemos imaginarnos a nosotros mismo inmersos en aquella misma luz.

Dicho aquello, el tema dominante de la liturgia de hoy es la alegría. La primera lectura pone la base. Isaías tiene la visión del retorno de los exiliados a Jerusalén, y los compara con un bebé que amamanta exuberante en los pechos de su madre – ¡una imagen de perfecta felicidad!

El Salmista retoma el tema: “¡Aclame al Señor toda la tierra!”, y luego procura decirlo de tantas maneras como puede una y otra vez.

Naturalmente nos llenamos de gozo cuando nuestros esfuerzos misioneros producen fruto. Pero no nos olvidemos de las palabras de Jesús, “No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo”. Y hay un consuelo extra para nosotros, si nos hiciera falta, es que nuestros nombres estén escritos en el corazón de la Bella Señora.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

¿Cuál yugo?

(13er Domingo Ordinario: 1 Reyes 19, 16-21; Gálatas 5, 1, 13-18; Lucas 9, 51-62)

Cualquiera que haya visitado una granja tradicional conoce lo que es un yugo: una estructura de madera que se coloca sobre el cuello del animal, para arar o jalar cosas pesadas. Normalmente dos animales son amarrados juntos al mismo yugo, compartiendo la carga. Esto es parte del cuadro que nos presenta la primera lectura.

Sin embargo, San Pablo, usa el término en un sentido figurado. “Ésta es la libertad que nos ha dado Cristo. Manténganse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud”. Prosigue diciendo que si abusamos de nuestra libertad, entonces no somos libres.

¿Te recuerda esto de un dicho de Jesús? No está en el Evangelio de hoy, sino en Mateo 11, 30: “Mi yugo es suave y mi carga liviana”. Esto se entiende normalmente como el yugo que Jesús coloca sobre nuestros hombros. Pero otra posible lectura es que él nos está invitando a llevar su yugo con él, a compartirlo mientras llevamos su carga.

Como fuere, se requiere una correcta sumisión, un deseo de conocer su voluntad y las ansias de cumplirla. Esto significa, en un sentido, el intercambio de un yugo por otros. En La Salette, María ofrece una alternativa; un sometimiento humilde a los simples requerimientos de la fe, o un sometimiento a regañadientes a un sufrimiento sobre el cual no tenemos ningún control.

En el Evangelio de hoy, tres personas diferentes deciden seguir a Cristo. En el tercer caso Jesús usa una imagen de granja, muy parecida a la de la primera lectura; “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”.

San Pablo también trae a tono otra dimensión de la conversión; “Toda la Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Esto es muy parecido a lo que escribe en el siguiente capítulo de su carta: “Ayúdense mutuamente a llevar las cargas, y así cumplirán la Ley de Cristo”.

Es difícil para nosotros cambiar, y con frecuencia cargamos con el peso del pecado. La Iglesia nos ofrece el sacramento de la Reconciliación para quitar ese peso, y para que retornemos a nuestra libertad en Cristo. La bella Señora no habló de esto, pero tenía la misma resolución en su mente.

Hay otra imagen muy fuerte en la primera lectura que no queremos omitir, la del manto de Elías, que simboliza el traspaso de su rol profético. ¿Acaso María no extendió su manto sobre nosotros?

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Salette, una Bendición

(Corpus Christi: Génesis 14:18-20; 1 Corintios 11:23-36; Lucas 9:11-17)

“Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan, ... que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos”. Son las palabras que el sacerdote recita en todas las misas en el momento del ofertorio.

Esta es una oración tan antigua, (que también se refleja en la tradición judía) que uno se siente tentado a pensar que cuando Jesús, en el Evangelio, “pronunció la bendición” sobre los panes y pescados, y sobre el pan y el vino en la Última Cena, él pudo haber usado palabras casi idénticas a estas.

Melquisedec en la primera lectura, reza en similares términos, “¡Bendito sea Abrám de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra!” y luego añade, “¡Bendito sea Dios, el Altísimo!” ¿Quién está bendiciendo a quién? Nosotros podemos entender que Dios nos bendiga, pero ¿cómo podemos nosotros bendecir a Dios?

El verbo hebreo “bendecir” está relacionado con el sustantivo hebreo que significa “la rodilla”. Cuando bendecimos a Dios, estamos doblando las rodillas ante él, un gesto de adoración. Pero en este caso, ¿cómo es que Dios pueda bendecirnos, puesto que no es posible que nos adore?

Cuando nos bendice, Dios “dobla la rodilla” para descender a nosotros en nuestras necesidades, tal como nosotros podemos arrodillarnos al lado de una persona que se ha caído.

En la solemnidad de hoy damos gracias por la Eucaristía – cuyo significado es precisamente “acción de gracias” – y por el sacerdocio que hace posible que la Iglesia cumpla el mandato de Jesús, “Hagan esto en memoria mía”.

La mayoría de nosotros podemos ir a Misa diariamente si lo deseamos. Pero en muchas partes del mundo los fieles no pueden recibir la Eucaristía diariamente ni siquiera semanalmente, sino solamente cuando el sacerdote pasa de vez en cuando. Entonces los fieles tienen que recorrer muchos kilómetros. (Por favor, reza por las vocaciones sacerdotales).

Aquellos a los que Nuestra Señora de La Salette llamó “mi pueblo” habían caído tan bajo que no fueron capaces de reconocer el don de la Eucaristía, aunque para ellos era fácil llegar a la Iglesia local. Así María, habiendo tantas veces doblado sus rodillas ante su Hijo por nosotros, vino a nosotros con la esperanza de elevarnos como pueblo a una vida digna del nombre de cristianos.

Por medio de la Bella Señora, Dios nos ha bendecido. Hay muchas maneras por medio de las cuales nosotros podemos bendecirle también a él.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Fe, Paz, Gracia, Esperanza

(Santísima Trinidad: Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)

En su oración un asombrado salmista le pregunta a Dios, ¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Esta es una pregunta muy importante, que nos deberíamos hacer de nuevo al leer las últimas palabras de la primera lectura, cuando la Sabiduría, la colaboradora de Dios en la creación, declara, “Mi delicia era estar con los hijos de los hombres”.

Podríamos hacernos la misma pregunta acerca de Nuestra Señora de La Salette. ¿Por qué le deberíamos importar? ¿Por qué se ocupa tanto de nosotros, cuando ella misma nos dice que nunca podríamos recompensarle? Y fue obvio en su aparición que ella no sintió alegría por su pueblo, sino un motivo para llorar.

¿Qué tiene que ver esto con la Trinidad? El Hijo de Dios, su Hijo, es visible sobre el pecho de María. El Espíritu, que como Jesús dice en el Evangelio, “los introducirá en toda la verdad” puede ser percibido en el mensaje y en la misión de los niños. Y es, por supuesto, el Padre, no María, el que santificó el séptimo día y se lo reservó para sí mismo.

Aquellas conexiones, sin embargo, no son necesariamente las más importantes. La segunda lectura puede ser aún más relevante. Pablo, inspirado por el Espíritu, escribe: “Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por Él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por Él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”.

María vino a revivir nuestra fe y nuestra esperanza, a restaurar nuestra paz, y a renovar nuestro acceso a la gracia, al llevarnos de nuevo a la participación de los sagrados misterios y a una relación amorosa y orante con Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu. ¿Acaso no deberíamos estar agradecidos por esta dedicación, deleitándonos en aquel que se deleita en nosotros?

Toda la historia de la salvación gira en torno a esta realidad. De toda la creación, la raza humana es la favorita de Dios. No es de extrañarse – y sin embargo ¡es una cosa tan maravillosa! – que él se manifieste a nosotros de tantas maneras, incluso al revelarnos la Trinidad.

La Bella Señora, también, ha emprendido grandes trabajos por nosotros. ¿Cómo podría ella olvidar las circunstancias en las que Jesús le encomendó su “pueblo”? Tampoco nosotros debemos olvidar aquel momento.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Repentinamente, pacíficamente, Pentecostés

(Pentecostés: Hechos 2:1-11; Romanos 8:8-17; Juan 20:19-23. Otras opciones son posibles.)

Con la intención de darles ánimo, San Pablo les escribe a los cristianos de Roma: “Ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes”. Luego se pone a compararlos con los no creyentes. “El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo.”

A manera de amonestación, una Bella Señora les habló a los cristianos en y más allá del pequeño pueblo de La Salette: “Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”. Ella lloró como escuchando a su Hijo decir, “No los conozco, no son de los míos”.

El Espíritu de Dios puede morar sólo en aquellos que lo reciben. El propósito de María era el de preparar los corazones para recibirlo. Esto es esencial en nuestro carisma. María nos da el ejemplo de la compasión equiparada con el perdón, advertencias con promesas, reproches con ternura, y derramando lágrimas – todo para tocar nuestro corazón y conmovernos.

Esto se hace mucho eco en lo que encontramos en la Secuencia de hoy, un magnífico texto poético compuesto hace unos ochocientos años. Invocamos al Espíritu como el “dulce huésped del alma”; él es la “templanza de las pasiones”, pero también le pedimos: “elimina con tu calor nuestra frialdad”.

En este mismo contexto rezamos: “Suaviza nuestra dureza... corrige nuestros desvíos”. El Espíritu estaba seguramente empoderando a la Santísima Virgen para que realice estas cosas en La Salette.

Expresamos con fuerza nuestra necesidad de él: “Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre”. Este es un resumen certero de la segunda lectura.

En los Hechos el Espíritu se describe en términos de viento y fuego, evocando la creación del universo en Génesis 1. Juan, por su parte, menciona cómo Jesús sopló sobre los apóstoles, casi como en la creación del hombre en Génesis 2, cuando Dios “modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente”.

El primero es más dinámico, el otro más íntimo (en consonancia con las palabras de Jesús, “La paz esté con ustedes” y la experiencia de algunos que han “descansado” en el Espíritu). Ambos son ofrendas de vida. Pues, así es como el Espíritu viene a nosotros, por lo tanto, démosle la bienvenida y pongámonos a su servicio.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Disposición, voluntad, capacidad

(7mo Domingo de Pascua: Hechos 7:55-60; Apocalipsis 22:12-20; Juan 17:20-26)

La muerte de Esteban quedo registrada en la primera lectura. El relato incluye esta oración: “Los testigos se quitaron los mantos, confiándolos a un joven llamado Saulo”. Este es el mismo Saulo que más tarde sería conocido como Pablo.

Esteban es venerado como un mártir cristiano. Así que puede sorprender el hecho de saber que la palabra griega original para testigo en este pasaje es martyres. ¿Cómo puede ser esto posible?

Durante el tiempo Pascual, hemos encontrado a menudo la misma palabra. Los apóstoles se presentaron a sí mismos como testigos de Cristo Resucitado, siempre martyres en griego. Eso es lo que la palabra significa. Un mártir, para nosotros es, en primer lugar, un testigo de Jesús, pero uno que derramó su sangre por el Evangelio.

Esteban dio testimonio por palabra y por imitación. Su oración al morir fue, “Señor Jesús, recibe mi espíritu... Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Jesús crucificado oró, “Padre, perdónalos”, y, más tarde, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:34, 46).

Durante su juicio en el Sanedrín, Jesús dijo, “Verán al hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre las nubes del cielo” (Mateo 26:64). Esa es la visión descrita por Esteban, que tanto enojó a su audiencia.

Saulo, también, se convertiría en un testigo fiel y perseguido. A lo largo de los siglos, ¿cuántos otros? ¿Cuántos más en el futuro por venir?

Los Misioneros de La Salette eligieron permanecer en su misión, siendo testigos de Cristo ante el pueblo, durante la guerra civil en Angola. Tres de ellos murieron en el fuego cruzado. Otros acompañaron a los refugiados en un campo de Zambia donde casi murieron de hambre. Al escribir esto, nuestros Misioneros de Polonia continúan con su misión en Ucrania a pesar de la guerra con Rusia.

La mayoría de nosotros, testigos “ordinarios” no tuvimos que hacer tales sacrificios. Pero no es suficiente con admirar el sacrificio de ellos mientras llevamos la gran noticia de la Bella Señora al mundo, por palabra y ejemplo.

Como ellos, debemos tener la disposición, la voluntad y la capacidad para llevar a cabo la misión confiada a nosotros. Si tenemos la necesaria preparación y el deseo, podemos contar con que Nuestro Señor y Nuestra Señora nos den el coraje para hacerlo.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Espíritu Santo y nosotros mismos

(6to Domingo de Pascua: Hechos 15:1-2, 22-29; Apocalipsis 21:10-14, 22-23; Juan 14:23-29)

La carta dirigida a los cristianos gentiles, en la primera lectura de hoy, es crucial para nuestro entendimiento de la Iglesia. La declaración que resuelve la crisis tiene como prefacio la frase: “El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido”.

Es inconcebible que los Apóstoles y los ancianos pudieran no estar de acuerdo con el Espíritu Santo. ¿Entonces por qué adjuntan su decisión a la del Espíritu Santo? Retomaremos luego este punto.

Las otras lecturas expresan ideas similares. Jesús dice, “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él”. En el Apocalipsis leemos, “No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero”.

Todos estos textos reflejan la íntima unión entre lo humano y lo divino en la Iglesia. Nos hemos acostumbrado con razón a pensar en nosotros mismos como la Iglesia. Sin embargo, sin Jesús, sin el Padre y sin el Espíritu Santo, no nos diferenciamos de cualquier otra organización. Sin nosotros, por otro lado, Dios mora en su gloria trinitaria, pero no hay Iglesia.

La Bella Señora de La Salette les habló a cristianos que eran Iglesia, pero sólo de nombre. Muchos, al alejarse y separarse de las fuentes de la fe provista por el Espíritu Santo en los sacramentos, dejaron de ser morada o templo de Dios.

Dos expresiones en las lecturas de hoy se escuchan en cada celebración de la Eucaristía, juntas en el rito de la Comunión. Son, “La paz les dejo, mi paz les doy”, y “el Cordero”. María vino a restablecernos al estado de paz con el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.

Ahora volvamos a la pregunta anterior. El Espíritu Santo, a quien Jesús llama “el Paráclito”, es el maestro enviado por el Padre. Nosotros la Iglesia, no podemos perdernos cuando enseñamos lo que el Espíritu Santo enseña, por medio de nuestras instituciones y estructuras, y en nuestras vidas personales. Así la decisión del Espíritu Santo es nuestra también.

La propia existencia del Laicado Saletense es una manifestación bastante reciente de esta realidad. Dejemos que el templo nuevo y santo se construya en nuestro interior mientras dejamos que el Abogado obre en nosotros para la gloria de Dios y del Cordero.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Yo hago nuevas todas las cosas

(5to Domingo de Pascua: Hechos 14:21-27; Apocalipsis 21:1-5; Juan 13:31-35)

Las últimas palabras de la lectura del Apocalipsis de hoy, “Miren, yo hago nuevas todas las cosas”, parecen irradiarse por toda la liturgia de hoy. La palabra “nuevo” aparece al menos ocho veces; tres en las antífonas y en las oraciones, una vez en el Evangelio, y cuatros veces en la segunda lectura.

Hemos estado celebrando la Pascua ya por cuatro semanas completas. Nos quedan tres más. Ojalá sigamos repletos de la alegría y de la novedad de la resurrección.

Jesús les da a sus discípulos un mandamiento nuevo, y llega incluso a decirles, “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”. La fiel observancia de esta ley de amor es ciertamente un desafío, pero debería llevarnos de manera más natural a guardar el resto de los mandamientos. Esta ley crea el corazón nuevo, prometido por Ezequiel (26:36)

Nadie puede dudar de que fue el amor lo que motivó a Nuestra Señora a aparecerse en La Salette. Como la luz de la aparición, su amor, también, es un reflejo del amor que se irradia desde la imagen de su Hijo crucificado, el que murió y resucitó por nosotros. Ella nos está diciendo, “Yo los amo tanto como los ama mi Hijo”. Ella promete una nueva manifestación de la ternura y del poder de Dios.

Al hacerle un llamado a su pueblo para que se aleje del pecado y vuelva a las prácticas por las cuales seríamos reconocidos como cristianos católicos, ella estaba, así como Pablo y Bernabé en la primera lectura, exhortándoles “a perseverar en la fe”.

Podemos hacer lo mismo. Algunos lectores de esta reflexión son misioneros, llevando el Evangelio a las gentes de otras tierras. La mayoría de nosotros necesitamos solamente salir de nuestras casas y corazones para encontrarnos con las personas y, con palabras o acciones “reconfortarlas”. De todos modos, siempre es un desafío cumplir con los mandamientos.

Queremos contribuir a la manifestación del nuevo cielo y la nueva tierra, aquí y ahora. El salmo expresa nuestra esperanza: “Señor, que tus fieles te bendigan; que anuncien la gloria de tu reino y proclamen tu poder”.

“Todo lo de antes pasó”, dice el Señor, y al mismo tiempo nos ofrece cosas nuevas: cielo, tierra, corazones, valentía renovada….

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

La Nueva Evangelización

(4to Domingo de Pascua: Hechos 13:14, 43-52; Apocalipsis 7: 9, 14-17; Juan 10:27-30)

En la segunda lectura, del Apocalipsis, Juan describe a “una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas... que vienen de la gran tribulación”.

No puede tratarse solamente de aquellos que escaparon de la muerte durante la persecución. Es su fe la que sobrevivió. Una vez evangelizados, permanecieron fieles al Señor Jesús. Ellos son, si se quiere, los descendientes de los nuevos cristianos descritos en la primera lectura: “Al oír esto, los paganos, llenos de alegría, alabaron la Palabra de Dios, y todos los que estaban destinados a la Vida eterna abrazaron la fe. Así la Palabra del Señor se iba extendiendo por toda la región”.

Como sabemos de gran parte de la historia de la Iglesia, el entusiasmo por el Evangelio necesita renovarse de vez en cuando. En este contexto es que hoy hablamos de la Nueva Evangelización, la cual “es un llamado a cada persona a profundizar su propia fe, tener confianza en el Evangelio y poseer la voluntad de compartir el Evangelio” (USCCB, Sitio Web de la Conferencia de Episcopal Católica de USA)

El Papa Benedicto lo expresó de este modo: “Hay regiones del mundo... en las que el Evangelio ha echado raíces durante mucho tiempo, dando lugar una verdadera tradición cristiana, pero en las que en los últimos siglos... el proceso de secularización ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de la pertenencia a la Iglesia”. (28 de junio de 2010) A una situación como esta se refirió la Bella Señora en La Salette, y por la cual todos, los Laicos Saletenses, los Misioneros y las Hermanas, se comprometen espontáneamente. Compartimos sus lágrimas.

En el Evangelio de hoy Jesús dice: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás”. Nuestra vocación como evangelizadores implica crear las oportunidades para que otros escuchen su voz, y ayudar a eliminar los ruidos que distraen al oyente o distorsionan el mensaje.

María preguntó: "¿Hacen ustedes bien la oración, hijos míos?" ¿Acaso no es este el comienzo de la evangelización? Cuando nos abrimos a la palabra de Dios que nos habla al corazón y al alma, nuestra fe se profundiza, y nos sentimos mejor preparados y más motivados para compartirla.

Al mismo tiempo podemos escuchar el mensaje del Evangelio “re propuesto” a nosotros. Esa es siempre una cosa buena.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Amor y testimonio

(3er Domingo de Pascua: Hechos 5:27-41; Apocalipsis 5:11-14; Juan 21:1-19)

Existen países en los que el intento de ganar conversos al cristianismo es un crimen. Pero en otras partes del mundo, quizá muy cerca de donde vivimos, podríamos percibir el eco de las palabras del sumo sacerdote de la primera lectura: “Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre”.

Lo mismo sucedía en vastos territorios de la Francia de los tiempos de la Aparición de Nuestra Señora de La Salette. De hecho, la situación se deterioró tanto hasta el punto en que las órdenes religiosas, incluyendo los Misioneros de La Salette, fueron obligados, en torno al año 1900, a reubicarse en otros países para sobrevivir.

Como los Apóstoles, que “salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús”, nosotros también podemos regocijarnos de aquella persecución, que resultó en el crecimiento de la Congregación y contribuyó a la diseminación del mensaje y del carisma saletenses.

Pedro y los otros fueron testigos, llamados a compartir lo que habían visto y oído, sin importar la oposición. Idealmente, lo mismo debería decirse de los creyentes de hoy en día. Pero, ¿de dónde obtenemos la fortaleza?

La respuesta está en el Evangelio de hoy. Veamos la reacción de Pedro cuando el otro discípulo dijo, “¡Es el Señor!” Su corazón estaba tan lleno de amor por Jesús que no pudo ni esperar a que la barca llegara a la orilla.

Inmediatamente después, el Señor le preguntó tres veces, “¿Me amas?” y el cada vez respondió, “Sabes que te quiero” y Jesús le mandó apacentar a su rebaño. Nunca más Pedro dudaría en reconocer y proclamar a Jesús como Señor y Salvador.

Aplícate a ti mismo este pasaje. Cuando profesas tu amor por Jesús, ¿Cómo él te responde? ¿Qué espera de ti? De una manera o de otra esto implica alguna forma de testimonio, aunque no sea más que por medio de una completa y fiel participación en la vida de la Iglesia. Esto es lo mínimo que la Bella Señora espera de nosotros.

La segunda lectura describe una especie de liturgia, diferente en su forma a la nuestra, pero expresando el mismo deseo: “Al que está sentado sobre el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos”.

En nuestro culto y en nuestra vida, que esta sea nuestra meta.

Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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