Paradojas
(Domingo de Ramos: Marcos 11:1-10; Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Marcos 14:1—15:47)
Las lecturas para el Domingo de Ramos hacen surgir paralelos inesperados. En el primer pasaje del Evangelio, Jesús es reconocido por la multitud como aquel que viene en el nombre del Señor, ante quien gritan “Hosanna”. Más tarde la muchedumbre clama por su crucifixión. En el Calvario, el centurión romano que supervisaba la crucifixión de Jesús llega a creer que Jesús es el Hijo de Dios.
El Salmo, que comienza con el famoso grito de desesperación, termina con un toque de exultación. El siervo de Dios descrito en Isaías recibe tratos humillantes, aun así, cree firmemente que no será defraudado. Y San Pablo presenta a Jesús como el que se humilla y se anonada a sí mismo, obediente hasta la cruz, pero también exaltado, recibiendo el nombre que está sobre todo nombre – el Señor.
No debería sorprendernos encontrar aspectos parecidos con La Salette. María se aparece en medio de una luz celestial, pero llorando. Ella habla de las terribles consecuencias de haber perdido la fe, y lo hace con una infinita dulzura. Ella da una misión importante a dos niños que difícilmente pueden dar sentido a lo que les había dicho.
Cuando miramos a la Iglesia, encontramos casi lo mismo. El prominente autor inglés G.K. Chesterton (1874-1936) señaló las muchas paradojas que uno puede encontrar en la Iglesia: criticada de diversas maneras como: “enemiga de las mujeres y su refugio”; una “solemnemente pesimista y solemnemente optimista” que produjo “feroces cruzadas y mansos santos”; la lista continúa con cierta largura. Él resume sus pensamientos con la paradoja central de la Teología Cristiana: “Cristo no es un ser apartado de Dios ni del hombre, como los elfos, tampoco un ente mitad humano y mitad no, como un centauro, sino ambas cosas al mismo tiempo y de manera total, totalmente hombre y totalmente Dios”
Esta similitud de “verdadero hombre y verdadero Dios” reside ciertamente en el mismísimo centro de nuestra fe. Tanto como es difícil de comprenderlo, así lo proclamamos en nuestro credo.
Estas no son simplemente ponderaciones teológicas. También dicen mucho acerca de nosotros mismos. Como cristianos vivimos en una paradoja; somos conscientes de nuestras propias contradicciones internas, y de los pecadores y santos que somos, individualmente y como Iglesia. El llamado a la conversión que nos viene de La Salette debe ser tomado seriamente, pero nunca seremos capaces de decir: Ahora sí que soy santo. Sin embargo, no perdemos la esperanza de alcanzar esa meta bajo la atenta mirada de la Bella Señora.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Dios habla al Pecador
(Quinto Domingo de Cuaresma: Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33)
Hijo mío, no tienes idea de cuán importante es para mí que tú me permitas perdonarte. Por favor no lo pospongas. Ahora es el tiempo propicio.
¿Hay algo en tu pasado distante que nunca fuiste capaz de confesar? Ahora es el tiempo propicio
Ven y acércate, aclaremos las cosas. Aunque tus pecados sean como la escarlata, pueden volverse blancos como la nieve. Serán lavados totalmente en la sangre de mi único Hijo, quien voluntariamente se entregó por ti. Por su sufrimiento, por su obediencia, él ha pagado todo el precio de tu redención.
Él es como el grano de trigo. Cuando murió, produjo abundante fruto, para ser compartido por todos. El banquete gratuito de la gracia te espera.
No hay otra cosa que me gustaría más que colocar mi Ley en ti y escribirla en tu corazón. ¡Detente y piensa! Sería la cosa más natural del mundo que tú vivieras en mi amor y que me agradaras.
Con un amor sin tiempo te he amado; Así he mantenido mi misericordia hacia ti. Con tu permiso y tu humilde cooperación, yo alejaré tus pecados tan lejos como el este dista del oeste. O, si tú prefieres, yo los arrojaré a las profundidades del mar. Con certeza has de entender el deleite que me provoca el hacerlo.
Recuerda lo que dijo mi Hijo. “Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentirse”. ¡Aquel puedes ser tú, gloriosa fuente de alegría!
Levantado sobre la cruz, mi Hijo se convirtió en la fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen. Él puede compadecerse de tus debilidades, porque fue puesto a prueba en todo y en nada pecó. Déjate atraer por El.
De pie junto a su cruz encontrarás a su Madre, María. Ella es tu Madre también. Puede ser que la reconozcas como la Bella Señora. Ella te ayudará a ver lo que debes hacer.
Por favor, por favor, hijo mío, entrégame tus pecados. Y ya no serán más tuyos, sino míos, y yo los arrojaré lejos. Los alejaré de mí y nunca más volveré mi vista hacia ellos. Nunca.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Salvados por Gracia
(Cuarto Domingo de Cuaresma: 2 Crónicas 36: 14-23; Efesios 2:4-10; Juan3:14-21)
Creciendo en Nazaret, la Santísima Virgen debió haber aprendido sobre la historia de su pueblo, el pueblo de Dios. Recordando lo que le había pasado a causa de su infidelidad, ella vino a La Salette para advertir a su otro pueblo, entregado a ella al pie de la cruz, de lo que le iba a sobrevenir y por la misma razón.
Dios tuvo compasión de su pueblo, pero el pueblo ignoró su bondad y tuvo que sufrir las consecuencias. Incluso en aquel tiempo, Él no lo abandonó por completo. Después de 70 años en el exilio lo llevó de vuelta a su tierra natal.
A partir de entonces, su pueblo comenzó a tomar en serio la ley de Dios. Aunque con el tiempo esto resultó en el legalismo que nosotros asociamos con los Escribas y los Fariseos, aun así, fue mejor que la situación descrita en la primera parte de la lectura de 2 de Crónicas que leemos hoy.
El Evangelio de Juan dice que Dios mostró su amor por el mundo enviando a Jesús, para que nosotros podamos tener vida eterna. Esto encaja perfectamente con las palabras de Pablo a cerca de la riqueza de la misericordia de Dios y el don gratuito de la salvación.
También encaja con el acontecimiento de La Salette. Las palabras de María y su dulce proceder, la luz que la rodea, su proximidad con los niños – todo refleja lo que Juan dice: “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de El”
Y también el lenguaje en torno al brazo fuerte y pesado de su Hijo no contradice esta actitud misericordiosa. ¿Porque ella hablaría de ese modo, sino para ponernos de vuelta en el camino recto y evitarnos el castigo que merecemos, para protegernos de la justicia de Dios? Como San Pablo dice, aunque estuviéramos muertos en nuestras transgresiones, Dios todavía tendría un gran amor por nosotros.
Lo único que nos pide es que le retribuyamos ese amor y vivamos en consecuencia. Esta es una forma de sumisión, ciertamente, pero en un nivel más profundo, de gracia. Pensemos en la escena de la Anunciación, en la que María, llena de Gracia, dice: “He aquí la servidora del Señor, que se cumpla en mi según has dicho” El deseo de hacer la voluntad de Dios hace más fácil someternos a ella.
Esto es quizá lo que San Pablo quiere darnos a entender cuando nos dice que hemos sido creados para las buenas obras que Dios nos preparó de antemano, para que vivamos en ellas.
Traducción: Hno Moisés Rueda, M.S.

El Hijo
(Segundo Domingo de Cuaresma: Génesis 22:1-18; Romanos 8:31-34; Marcos 9:2-10)
Al terminar el relato dramático de lo que aconteció sobre una montaña en la tierra de Moria, Isaac salva su vida, aparece un sustituto para el holocausto, y Abraham, que estaba dispuesto a ofrendar la vida de su amado hijo bajo la orden de Dios, es recompensado por su inquebrantable fe. En los tiempos del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento, el lugar donde se creía que Abraham fue a sacrificar a su hijo continuó siendo un lugar venerado. El Templo de Jerusalén fue construido allí.
En nuestra segunda lectura, San Pablo alude indirectamente a otro pequeño monte dentro una distancia fácil de recorrer desde el Templo. El evangelista lo llama Gólgota
Y en una montaña sin nombre, en algún lugar en Galilea, Jesús se aparece en su Gloria, junto con Moisés y Elías.
Toda esta variedad de elementos encuentra su resonancia en otra montaña más, en los Alpes franceses, un lugar llamado La Salette.
En Menoría de la Pasión de Jesús, la Bella Señora lleva un gran crucifijo sobre su pecho. Es el punto más brillante de la Aparición, la fuente de su luz. El martillo y la tenaza, instrumentos de la Pasión, atraen la atención hacia el crucifijo de una manera única.
Recordándonos de la alianza proclamada por medio de Moisés, e invitándonos al firme compromiso de Elías, ella habla como los profetas. (Es interesante notar que en 2 Pedro 1:18, el lugar de la Transfiguración en referido como “la santa montaña”. Nosotros usamos la misma frase cuando hablamos de La Salette)
Finalmente, como Dios hablándole a Abraham, María también hace una gran promesa de esperanza y prosperidad para aquellos que vivirán por fe.
Más importante que cualquiera de estas similitudes, sin embargo, está la palabra Hijo. “Toma a tu único hijo, a quien amas, y ofrécelo a mí en holocausto”; Dios no libró a su propio Hijo, sino que lo ofreció para todos nosotros”; “Este es mi Hijo amado”
Cuando Nuestra Señora de La Salette habla de su Hijo, es para reprocharle a su pueblo por la ingratitud hacia Él y por la falta de respeto por su Nombre. No debemos permitirnos nunca olvidar que su Hijo es el Hijo amado de Dios, entregado por nosotros.
Así como Él está en el corazón de las Escrituras, así debe estar en el corazón de nuestra fe, de nuestra manera de vivir. La Cuaresma es un buen tiempo para preguntarnos si es realmente así.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Santificado sea…
(Tercer Domingo de Cuaresma: Éxodo 20:1-17; 1 Corintios 1:22-25; Juan 2:23-25)
Cada vez que recitamos la Oración del Señor, decimos, Santificado sea tu nombre. Esto se nos presenta como una preocupación por Nuestra Señora de La Salette, en dos contextos distintos. Primero ella expresa su tristeza por el mal uso del nombre de su Hijo. Luego, ella anima a los niños a decir por lo menos un Padre Nuestro y un Ave María en sus oraciones por la noche y por la mañana.
Es también una manera de hacernos recordar el Mandamiento: No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano.
De manera interesante, la noción de “santificar” se presenta en el próximo mandamiento: “Acuérdate del Sábado para santificarlo (consagrarlo)”. Nuestra Señora nos recuerda del mismo modo este mandamiento. “Santificar” y “Santo” son lo que los lingüistas llaman palabras relacionadas. Como “fortalecer” y “fuerte”, una es el verbo y la otra es un adjetivo para expresar la misma idea.
En el Evangelio, Jesús estaba enojado porque el Templo, la casa de su Padre, se haya convertido en un mercado. El mismísimo lugar que contenía el Santo de los Santos no se mantenía santo. Los mercaderes de los animales para el sacrificio se habían olvidado de la palabra de Dios a Salomón "Yo he santificado esta casa que tú has edificado, para poner mi nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón eternamente. (1Reyes 9:3).
La lectura de San Pablo viene del primer capítulo de la Primera Carta a los Corintios. La carta comienza con Pablo dirigiéndose a “la iglesia de Dios que está en Corinto, a ustedes que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos”. Al comienzo mismo de la carta se establece el tema de la mayor parte de lo que continua. Más tarde en la misma carta escribe: “El Templo de Dios, que son ustedes, es santo”
Sin usar estas palabras, María con seguridad tiene la misma noción en su mente cuando habla de “mi pueblo” no hay duda de que ella se refiere al pueblo rescatado por su Hijo, llamado a ser “una raza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, el pueblo de su herencia” (1Pedro 2:9)
Jesús nos enseñó a rezar, “Santificado sea tu nombre”. Esta es una promesa para santificarlo nosotros mismos. En ese mismo espíritu de compromiso podríamos añadir:
Santificado sea tu día;
Santificada sea tu casa;
Santificado sea tu pueblo.

En Paz con Dios
(Primer Domingo de Cuaresma: Génesis 9:8-15; 1 Pedro 3:18-22; Marcos 1:12-15)
El sustantivo “arco” aparece 77 veces en el texto hebreo del Antiguo Testamento. Siempre se refiere a un arma de guerra, aun en la primera lectura de hoy. Pero Dios dice que pondrá su arco en las nubes como un recordatorio de la alianza entre Él mismo y la humanidad, una alianza de paz.
Después del diluvio, Dios había hecho una promesa: “Nunca más volveré a destruir a los seres vivos como lo he hecho”. Él estaba entonces renunciando a la violencia con la que había aniquilado a todos, excepto a ocho personas sobre la tierra.
Esto explica el porqué de este pasaje del Génesis es la primera lectura en la Misa de la Fiesta de Nuestra Señora de La Salette. Uno podría preguntarse si el Obispo de Bruillard tenía este mismo texto en mente cuando escribió a cerca de los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette: “Su institución y existencia serán, así como el Santuario, un monumento eterno, un recuerdo perpetuo, de la misericordiosa aparición de María.”
Hay muchos pasajes de la Escritura después del relato de Noé, en los cuales Dios lucha con las armas de su pueblo, y el Salmo 24 dice que Dios es “poderoso en los combates”; pero el Salmo 46 presenta una imagen diferente. Dios “elimina la guerra hasta los extremos del mundo; rompe el arco, quiebra la lanza … (Diciendo) Ríndanse y reconozcan que yo soy Dios.”
“Ríndanse” puede variablemente ser traducido como soltar, parar, desistir. No es tanto una invitación a quedarse quietos como una llamada a volver atrás ante los hechos de guerra y violencia”
“Reconozcan que yo soy Dios” significa darnos cuenta, reconocer y, sobre todo, respetar a Dios. Este es un elemento importante en las palabras de la Bella Señora. Ella dos veces se lamenta del mal uso del nombre de su Hijo y de no dar a Dios la adoración que le corresponde.
Hoy, el Evangelio de Marcos no da detalles acerca de las tentaciones de Jesús en el desierto, pero sabemos de ellas por medio de Mateo y Lucas; allí encontramos que Jesús es muy firme en cuanto a la importancia de adorar solamente a Dios.
Existe siempre la tentación de olvidar quien es Dios y quienes somos nosotros. Esto no quiere decir que nosotros no seamos importantes. Al contrario, Dios nos dice, “Yo, el Señor, soy tu Dios... tu eres valiosos a mis ojos” (Isaías 43:3-4). Estamos destinados a estar en paz con Dios. Ese es el mensaje que está en el centro mismo del mensaje de La Salette.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Un Toque Reconciliador
(Sexto Domingo del Tiempo Ordinario: Levítico 13:1-2 y 44-46; 1 Corintios 10:31-11:1; Marcos 1:40-45)
San Pablo parece que se vanagloria cuando escribe, “Sean mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” Pero ocurre que él fue, de hecho, un buen modelo de discipulado, y todos nosotros de igual modo estamos llamados a ser imitadores de Cristo, haciendo todo para la gloria de Dios.
Hace muy poco me encontré con una mujer que tenía una escultura de madera, un regalo de una Hermana misionera. Fue esculpida por un enfermo de lepra, quien se la dio a la Hermana como un regalo especial de reconocimiento y gratitud, porque ella fue la única persona que lo había tocado. Ella era una imitadora de Cristo al modo como lo vemos hoy en el Evangelio.
Su toque produjo más que una sanación física. Algo que seguramente no esperaba, tal vez hasta sorprendente, y por lo tanto un singo poderoso, un ejemplo a imitar. Era un toque sanador y reconciliador.
Normalmente nosotros pensamos en la reconciliación como el acto restaurador de una relación entre personas separadas por alguna gran ofensa. Es, como sabemos, una palabra clave en el vocabulario de los Misioneros de La Salette, las Hermanas y los Laicos, todos los que deseamos ser reconciliados con Dios y ser incorporados plenamente al Cuerpo Místico de Cristo.
¿Y cómo esto se aplica a la lepra? Aparte de dos ejemplos claros (Miriam en Números 12 y Giezi en 2Reyes 5), no había ninguna ofensa asociada a la enfermedad.
El hecho reside en que, por ley, como leemos en Levítico, lo leprosos vivían en un estado de apartamiento. Impuros, no podían tener asociación con otros, y cualquiera que entraba en contacto con ellos se hacía impuro también, aunque solamente por un corto tiempo. En este caso dicha situación fue revertida. Por un toque el leproso fue restablecido a la salud y a una vida normal. Podía de nuevo entrar en el templo. Su separación se terminó. Era un acto de reconciliación.
En los años 60 del siglo pasado, los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette fundaron una leprosería en Birmania. El P. William Doherty escribió: “Nosotros establecimos una leprosería para mucha gente afectada por esta temida enfermedad – gente hasta ese momento indeseada y abandonada” Esto era algo que perfectamente concordaba con nuestra misión de reconciliación. Estas personas, desafortunadamente, no podían ser reestablecidas para estar con sus familias. Pero su separación total se terminó
No solamente el pecado cometido y la ofensa hecha, pero cualquier forma de enajenación, claman por un toque reconciliador.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

El Propósito de la Vida
(Quinto Domingo el Tiempo Ordinario: Job 7:1-7; 1 Corintios 9:16-23; Marcos 1:29-39)
“Ay de mí”, escribe San Pablo, “si no predicara el Evangelio”. No se está quejando, sino simplemente afirmando el hecho de que esta responsabilidad, puesta sobre él sin siquiera haber sido consultado, se convirtió para él en el propósito que consume su existencia.
Jesús dice algo similar: “Para esto he venido” refiriéndose a su predicación.
Job nos lleva al otro extremo. Su vida se ha convertido en una carga pesada, y no encuentra ningún propósito en ello. No espera poder experimentar de nuevo la felicidad.
Las lágrimas de María en La Salette, tan bella y poderosa imagen, son preocupantes en algún modo. Pueden hacernos arrepentir de nuestros pecados; lo cual es bueno. Pero algunos se preguntan, cómo puede ser que María en el cielo, pueda experimentar la desdicha.
Y, sin embargo, ella habla del dolor que la infidelidad de su pueblo le causó personalmente. “¡Hace tanto tiempo que sufro por ustedes! … y ustedes no hacen caso… nunca podrán recompensarme por el trabajo que he emprendido en favor de ustedes. ” Más que un signo de desdicha, sus lágrimas son un signo de su compasión, compasión que ella no pudo haber dejado en el cielo.
La suegra de Pedro puede ayudarnos a entender la situación. Una vez curada, ¿qué es lo que hace? Se pone a servir a Jesús y a sus compañeros. En su enfermedad ella estaba, por así decirlo, esclavizada y sin propósito. El Señor la restauró en su dignidad como señora de la casa. Su honor reside en honrar a sus huéspedes. Probablemente lo mismo podría decirse de todas las personas que Jesús curó aquel día. Especialmente aquellas a quienes liberó de los demonios.
El propósito de la Bella Señora es el mismo; restaurarnos a nuestra dignidad como cristianos. Ella vino a hablar a aquellos que eran católicos solamente de nombre – incluyendo a Melania y Maximino. ¡¿ Eran acaso siquiera consientes de las promesas hechas por ellos en el bautismo?
Podríamos juntar y parafrasear a San Pablo y al mensaje de La Salette diciendo, “¡Ay de mí si no vivo el Evangelio!” María enumera los “Ays” (sufrimientos) de su pueblo, consecuencia de su indiferencia religiosa.
En 1980, San Juan Pablo II les lanzó un desafío a los cristianos de Francia: “Francia, la hija mayor de la Iglesia, ¿eres fiel a tus promesas bautismales?
Verdaderamente, ¿Que propósito pueden los cristianos encontrar no viviendo ni practicando su fe?
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Lo Nuevo y lo Antiguo
(Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario: Deuteronomio 18:15-20; 1 Corintios 7:32-35; Marcos 1:21-28)
Jesús fue, por decir lo menos, una personalidad interesante, un fenómeno. La gente estaba asombrada por su poder y la autoridad con las que presentaba una nueva enseñanza.
En nuestra segunda lectura, nos encontramos una específica y nueva enseñanza, una novedosa idea presentada por San Pablo. Él pensaba que era mejor no casarse, y de ese modo dedicarse personalmente más a agradar a Dios que a agradar a una esposa o un esposo.
Eso era hace ya casi 2000 años. Mientras que la mayor parte de los escritos de San Pablo son normativos para la fe cristiana. Su idea sobre el matrimonio realmente nunca pegó fuerte. Las enseñanzas de Jesús, por supuesto que han estado vigentes por un muy largo tiempo. En un sentido, las Buenas Nuevas ya no lo son más.
Cuando María les dijo a Maximino y Melania, “Estoy aquí para contarles una gran noticia” Ella realmente no tenía nada nuevo para decir, pero lo que ella tenía para decir era de vital importancia, aun sin ser nuevo. Su mensaje se hace eco de las Buenas Nuevas, como también del Antiguo Testamente. Pero ella no solo repitió las enseñanzas de la Biblia; ella quiso que nosotros las escucháramos de una manera nueva. Aquí está el enfoque profético.
Si leemos a Isaías, Jeremías y Ezequiel, encontraremos un mensaje muy similar, pero el lenguaje y la personalidad de cada uno de estos profetas es diferente. ¡Cuán cierto también es esto con respecto a la Bella Señora!
Podríamos razonablemente esperar alguna similitud entre sus palabras y las Lamentaciones de Jeremías, y así la trágica imagen de niños muriendo se nos presenta con bastante frecuencia. En Jeremías 14,17 leemos, “Que mis ojos se llenen de lágrimas, día y noche, sin descanso” Esto nos hace evocar no solamente el llanto de María sino también las oraciones que sin cesar ella hace por nosotros.
Con todo, ciertas dimensiones de la Aparición son únicas: los inusuales elementos en la vestimenta de María, su elección de los testigos. La novedad de su mensaje yace en la directa aplicación a los acontecimientos del tiempo vigente. Los críticos dicen que las papas no son un asunto apropiado como para que la Santísima Virgen se refiera a ellas. Bastante cierto, en lo abstracto, quizá, pero las papas y el trigo representaban la vida para su pueblo, así que constituían una manera efectiva de captar la atención de aquel pueblo.
La “nueva enseñanza” de Jesús es antigua pero no vieja, nunca pasada. La Salette nos hace recordar la importancia de encontrar nuevas y más efectivas maneras de anunciarla.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

Mensaje Urgente
(Tercer domingo del Tiempo Ordinario: Jonás 3:1-10; 1 Corintios 7:29-31; Marcos 1-14-20)
A lo largo de los siglos, mucho más de cien fechas fueron predichas para el fin del mundo por un número interesante de personas: San Martin de Tours, el Papa Silvestre II, el artista Sandro Botticelli, Martin Lutero, Cristóbal Colón, y una horda de famosos o desconocidos pronosticadores. Ninguna de esas profecías se cumplió. ¡La más reciente fecha predicha fue hace solo cuatro meses!
Jonás entra dentro de esta categoría. Él era un profeta verdadero, enviado por Dios, para proclamar ante los ninivitas que su tiempo llegaba a su fin. Pero en el capítulo 4 del libro de Jonás, el profeta culpa a Dios por haberlo enviado y hacerlo pasar por un tonto. Él sabía desde el principio, y lo reclama, que fallaría y que Dios se echaría atrás con el castigo con el que había amenazado.
Pablo escribe diciendo que el tiempo se acaba. María de La Salette dice: “Si mi pueblo no quiere someterse, me veré forzada a dejar caer el brazo de mi Hijo, es tan fuerte y tan pesado que no puedo sostenerlo más”. Ambos parecen hablar con una cierta urgencia amenazante.
Podemos decir que María en La Salette esperaba la misma clase de fracaso por el que Jonás pasó. Ella no quería que sus predicciones sobre el hambre y la muerte de los niños se cumplan. Ella nos ofreció una alternativa. ¡Nunca es tarde! La transformación es siempre posible.
Jesús da comienzo a su ministerio público proclamando un tiempo de cumplimiento y llamando a su pueblo al arrepentimiento. No hay nada amenazador en esto. Aun así, Jesús está anunciando el fin del mundo – ¡tal como lo conocemos! Un tiempo de transformación ya llega. Esto es lo que San Pablo quiere decir cuando escribe que “El mundo en su forma actual está pasando”
No tenemos manera de saber por qué Simón, Andrés, Santiago y Juan dejaron todo para seguir a Jesús. Una cosa es cierta: era el fin de su mundo tal como ellos lo habían conocido. Convertirse en discípulos de Jesús cambió dramáticamente sus vidas en toda forma imaginable.
Para nosotros, como para ellos, el encuentro con Cristo nos cambia inevitablemente, y no solamente una vez sino una y otra vez. Pero a veces nos resistimos al cambio y necesitamos ser llamados o desafiados nuevamente. Es ahí donde el mensaje de La Salette encaja. Nos hace falta una Bella Señora, o alguien que la ama, para hacerlo conocer.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.

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