Érase una vez, otra vez
(2do Domingo de Pascua: Hechos 2:42-47; 1 Pedro 1:3-9; Juan 20:19-31)
La vida de los primeros creyentes, según se describe en Hechos, parece demasiado buena como para ser cierta. El entusiasmo que sentían por la enseñanza de los Apóstoles, la oración en común, el compañerismo y el compartir de los bienes – no queda duda de que “un santo temor se apoderó de todos”.
En el Salmo leemos: “La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular. Esto ha sido hecho por el Señor y es admirable a nuestros ojos”. Pero en 1846 María lloró porque la Piedra Angular estaba, trágicamente, siendo rechazada otra vez. ¿Y hoy?
San Pedro en nuestra segunda lectura, enumera los beneficios de la “gran misericordia” de Dios. Nuestra Señora de La Salette es nuestra “Madre Misericordiosa”, consideremos el paralelismo.
Primeramente, Dios “nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva”. En La Salette, esta esperanza no yace solamente en una prosperidad futura sino, sobre todo, en la conversión a las cosas de Dios.
Luego hay “una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera”, que está más allá de nuestras necesidades y preocupaciones presentes. Pedro dice que está reservada en el cielo para nosotros. Pero aquello no significa que no podamos contar con ella en el presente. La oración y especialmente la Eucaristía nos dan acceso a esa herencia y son esenciales en el mensaje de La Salette.
En tercer lugar, está la salvación que, ante todo, explica la razón del entusiasmo de los primeros cristianos, y el atractivo de aquella comunidad. “Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse”. Desde luego, La Salette no ofrece salvación independientemente, pero nos conduce hacia al mismísimo Salvador.
Luego Pedro escribe, “Por eso, ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente”. Cualquiera que haya experimentado verdaderamente la misericordia de Dios – como muchos por medio de La Salette – sabe exactamente a lo que él se refiere. Los problemas van y vienen, la alegría permanece.
El Apóstol Tomás pasó por un tiempo de oscuridad, y luego experimentó la misericordia del Señor. Su primera respuesta fue la de reconocer la divinidad de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Antes, el miedo había confinado a los apóstoles tras puertas cerradas. La divina misericordia lo cambió todo. Lo que hizo por ellos, puede hacerlo por nosotros y, por medio de nosotros, devotos de nuestra Madre Misericordiosa, por los otros.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.