Hermano, Hermana, Madre.
(Décimo Domingo del Tiempo Ordinario: Génesis 3:9-15; 2 Corintios 4:13—15:1; Marcos 3:20-35)
Tenemos para hoy un Evangelio un tanto extraño. Los parientes de Jesús pensaban que estaba loco. Los escribas decían que estaba poseído. Jesús responde con un extraño dicho acerca de la blasfemia en contra del Espíritu Santo. Luego los parientes se presentan para llevárselo – ¡acompañados por su madre!
Este es el contexto en el cual Jesús se sale con un dicho aparentemente desdeñoso con respecto a su madre: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”
La respuesta en realidad se hace eco en el relato de la Anunciación de Lucas, ahí María dice, “So soy la Servidora del Señor, que se haga en mi lo que has dicho” Quien cumpla la voluntad de Dios, es el hermano, la hermana, la madre de Jesús. Un gran elogio.
La lectura del Génesis que tenemos para hoy concuerda con esta idea. Tan temprano como en el año 100 DC., los autores de la iglesia comenzaron a comparar a Eva con María, resaltando los frutos de la desobediencia de la una y los de la obediencia de la otra. Así como Jesús era el nuevo Adán, vieron en María a la nueva Eva. Esto es un paralelo con Romanos 5:12-19, donde San Pablo contrasta a Adán con Jesús.
Cuando María en La Salette llama a su pueblo a someterse, nos está invitando a ser como ella. Fue por medio de su humilde sumisión que ella recibió el privilegio de ser la Madre del Salvador. ¿Acaso no podemos hacernos humildes ante el Señor, confiando en su gracia y favor? ¿Acaso no podemos aceptar el sufrimiento que experimentamos en nuestra “morada terrenal, una carpa mientras esperamos “la edificación de Dios, una morada no hecha por manos, eterna en los cielos?
Pero hay más aquí que solo un tema de sumisión y aceptación. Jesús llama “hermano, hermana y madre” a aquellos que hacen la voluntad de Dios que es su Padre, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” como San Pablo escribe en Efesios 3:15.
Dios busca una relación con nosotros. La Bella Señora llora porque su pueblo no ha correspondido, no ha reconocido ni ha deseado la maravilla de la intimidad con Dios.
Los místicos y los santos pueden haber encontrado las palabras para expresar esta experiencia, pero es accesible a todos los que hacen la voluntad de Dios. Y para eso tenemos la palabra de Jesús.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.