Santificado sea…
(Tercer Domingo de Cuaresma: Éxodo 20:1-17; 1 Corintios 1:22-25; Juan 2:23-25)
Cada vez que recitamos la Oración del Señor, decimos, Santificado sea tu nombre. Esto se nos presenta como una preocupación por Nuestra Señora de La Salette, en dos contextos distintos. Primero ella expresa su tristeza por el mal uso del nombre de su Hijo. Luego, ella anima a los niños a decir por lo menos un Padre Nuestro y un Ave María en sus oraciones por la noche y por la mañana.
Es también una manera de hacernos recordar el Mandamiento: No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano.
De manera interesante, la noción de “santificar” se presenta en el próximo mandamiento: “Acuérdate del Sábado para santificarlo (consagrarlo)”. Nuestra Señora nos recuerda del mismo modo este mandamiento. “Santificar” y “Santo” son lo que los lingüistas llaman palabras relacionadas. Como “fortalecer” y “fuerte”, una es el verbo y la otra es un adjetivo para expresar la misma idea.
En el Evangelio, Jesús estaba enojado porque el Templo, la casa de su Padre, se haya convertido en un mercado. El mismísimo lugar que contenía el Santo de los Santos no se mantenía santo. Los mercaderes de los animales para el sacrificio se habían olvidado de la palabra de Dios a Salomón "Yo he santificado esta casa que tú has edificado, para poner mi nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón eternamente. (1Reyes 9:3).
La lectura de San Pablo viene del primer capítulo de la Primera Carta a los Corintios. La carta comienza con Pablo dirigiéndose a “la iglesia de Dios que está en Corinto, a ustedes que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos”. Al comienzo mismo de la carta se establece el tema de la mayor parte de lo que continua. Más tarde en la misma carta escribe: “El Templo de Dios, que son ustedes, es santo”
Sin usar estas palabras, María con seguridad tiene la misma noción en su mente cuando habla de “mi pueblo” no hay duda de que ella se refiere al pueblo rescatado por su Hijo, llamado a ser “una raza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, el pueblo de su herencia” (1Pedro 2:9)
Jesús nos enseñó a rezar, “Santificado sea tu nombre”. Esta es una promesa para santificarlo nosotros mismos. En ese mismo espíritu de compromiso podríamos añadir:
Santificado sea tu día;
Santificada sea tu casa;
Santificado sea tu pueblo.