Un Dios, un pueblo
(3er Domingo de Cuaresma: Éxodo 3:1-15; 1 Corintios 10:1-12; Lucas 13:1-9)
La parábola de la higuera de hoy se encuentra solamente en el Evangelio de Lucas. Sin embargo, no nos equivocaremos si le encontramos un paralelo con La Salette. Como el hortelano tratando de salvar el árbol, la Bella Señora se presenta a sí misma como la que reza sin cesar por su pueblo.
En la primera lectura, Dios dice: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo”. María fue testigo del pecado de su pueblo – en particular de los gritos y de las quejas mezclados con el nombre de su Hijo – sino también de su sufrimiento. Ella bajó para traer el remedio para ambos casos.
San Pablo escribe acerca de “nuestros padres” en camino hacia la tierra prometida. Concluye: “Muy pocos de ellos fueron agradables a Dios, porque sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Todo esto aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos, como lo hicieron nuestros padres. No nos rebelemos contra Dios, como algunos de ellos”.
Por aquel entonces, pocos o ninguno de los cristianos creyentes de Corinto tenían ascendencia judía, y lo mismo es cierto en nuestro caso. Pero nuestra herencia cristiana incluye el Antiguo Testamento, y en otros lugares Pablo dice claramente que nosotros somos hijos de Abraham.
Por lo tanto, nosotros somos el único pueblo escogido del único Dios verdadero, cuyo nombre infinitamente misterioso es “YO SOY”. ¿Qué clamor nuestro él escucha hoy? ¿Andamos quejándonos, o nos volvemos hacia el Señor en oración? ¿Aprovechamos bien del alimento espiritual y de la bebida espiritual que él nos ha dado?
Las buenas noticias vuelan, se dice. Puede que sea cierto, pero las malas noticias atraen más la atención. El Evangelio de hoy menciona dos acontecimientos trágicos. La respuesta de Jesús es, “Si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”.
Aquel dicho puede parecer insensible, pero refleja la urgencia de la misión de Jesús. Así, también en La Salette, María comenzó su discurso con las palabras, “Si mi pueblo no quiere someterse”. Ella debía causar un impacto.
Sin embargo, en ambos casos, queda un amplio margen para la esperanza. Entonces, vayamos de nuevo al Señor con la oración inicial de la Misa de hoy: “Levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia”.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.