Repentinamente, pacíficamente, Pentecostés
(Pentecostés: Hechos 2:1-11; Romanos 8:8-17; Juan 20:19-23. Otras opciones son posibles.)
Con la intención de darles ánimo, San Pablo les escribe a los cristianos de Roma: “Ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes”. Luego se pone a compararlos con los no creyentes. “El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo.”
A manera de amonestación, una Bella Señora les habló a los cristianos en y más allá del pequeño pueblo de La Salette: “Si quiero que mi Hijo no los abandone, tengo que encargarme de rezarle sin cesar”. Ella lloró como escuchando a su Hijo decir, “No los conozco, no son de los míos”.
El Espíritu de Dios puede morar sólo en aquellos que lo reciben. El propósito de María era el de preparar los corazones para recibirlo. Esto es esencial en nuestro carisma. María nos da el ejemplo de la compasión equiparada con el perdón, advertencias con promesas, reproches con ternura, y derramando lágrimas – todo para tocar nuestro corazón y conmovernos.
Esto se hace mucho eco en lo que encontramos en la Secuencia de hoy, un magnífico texto poético compuesto hace unos ochocientos años. Invocamos al Espíritu como el “dulce huésped del alma”; él es la “templanza de las pasiones”, pero también le pedimos: “elimina con tu calor nuestra frialdad”.
En este mismo contexto rezamos: “Suaviza nuestra dureza... corrige nuestros desvíos”. El Espíritu estaba seguramente empoderando a la Santísima Virgen para que realice estas cosas en La Salette.
Expresamos con fuerza nuestra necesidad de él: “Sin tu ayuda divina no hay nada en el hombre”. Este es un resumen certero de la segunda lectura.
En los Hechos el Espíritu se describe en términos de viento y fuego, evocando la creación del universo en Génesis 1. Juan, por su parte, menciona cómo Jesús sopló sobre los apóstoles, casi como en la creación del hombre en Génesis 2, cuando Dios “modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente”.
El primero es más dinámico, el otro más íntimo (en consonancia con las palabras de Jesús, “La paz esté con ustedes” y la experiencia de algunos que han “descansado” en el Espíritu). Ambos son ofrendas de vida. Pues, así es como el Espíritu viene a nosotros, por lo tanto, démosle la bienvenida y pongámonos a su servicio.
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.