De la miseria a la gloria
(2do Domingo de Adviento: Baruc 5:1-9; Filipenses 1:4-6, 8-11; Lucas 3:1-6)
El inicio del texto de Baruc para hoy, es maravilloso: “Quítate tu ropa de duelo y de aflicción, Jerusalén, vístete para siempre con el esplendor de la gloria de Dios”. De hecho, la lectura entera rebosa de esperanza y consuelo.
Dependiendo de nuestras circunstancias, podríamos reemplazar “Jerusalén” con nuestro propio nombre, o nuestra familia o algún grupo más grande. Hay momentos en toda la vida en los que necesitamos sacarnos el manto de la miseria. La voluntad de Dios para nosotros es la alegría.
San Pablo escribe a los Filipenses, “Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes... Y en mi oración pido que el amor de ustedes crezca cada vez más en el conocimiento y en la plena comprensión, a fin de que puedan discernir lo que es mejor”.
Juan el Bautista aparece en el Evangelio, “anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. María vino llorando a La Salette, pero ella también trajo esperanza y dejó un mensaje de reconciliación. Ella quiso, en palabras del Salmo, “cambiar nuestra suerte como los torrentes del Négueb”.
De hecho, consideremos cuántas palabras del Salmo de hoy pueden fácilmente relacionarse con la Bella Señora y su mensaje: lágrimas, semilla, siembra, cosecha, etc.
Lo mismo puede decirse de la primera lectura. María se muestra con dos actitudes, en una con tristeza y dolor y en la otra con esplendor de gloria. De pie desde lo alto, mirando a sus hijos – los dos inocentes parados junto a ella, también a su pueblo descarriado al que desea reunir “a la luz de su gloria, acompañándolo con su misericordia y su justicia”.
A nuestra manera, como reconciliadores, también debemos ponernos en lo alto. Como Jesús dijo en el Sermón del Monte, “Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña... Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo” (Mateo 5: 14,16).
Que todos nosotros nos envolvamos con el manto de la justicia y de la misericordia, llevando sobre nuestras cabezas “la diadema de gloria del Eterno”. De ese modo podamos atraer a otros hacia Cristo y, en palabras de San Pablo, ayudarles a “discernir lo que es mejor” .
Traducción: Hno. Moisés Rueda, M.S.